A la sombra de libros en flor, 30.07.08

Cuando Tanizaki escribió su Elogio de la Sombra en la década de los 30 del pasado siglo XX, apenas sospechaba que su pálida protesta contra la estridencia de la luz contemporánea por su invasión de la belleza, la intimidad y hasta la ética habría de alcanzar la calidad de manifiesto ineludible contra la caótica estridencia que por lo común nos avasalla. Recuerdo que leí aquel librito minúsculo y poderoso, y casi inencontrable, en una revista peruana, años antes de que Siruela lo editara, y cuando apareció en esta editorial lo regalé en su primera edición –luego se popularizó en exceso– a varios amigos, en la esperanza de contribuir a una rebelión pacífica pero efectiva contra la iluminación impúdica y sus manifestaciones.
Me acuerdo de estas impresiones al asistir a la nueva exposición de Fernando Bermejo en ese espléndido espacio expositivo que es la Galería DelSolSt. Y me acuerdo porque la oscuridad es parte esencial del montaje, tanto casi como la propia obra, que sin esa penumbra no se entiende, o al menos perdería plenitud. Si Tanizaki predicaba la necesidad de la tiniebla para la salud del alma, la tiniebla de la que emerge la recoleta luz de las obras de Fernando es sin duda una caricia en lo hondo, un inesperado pálpito de belleza sorprendida. Ya ha sido así en otras series de Bermejo, como “El Bosque de Paz” o “El Jardín” o “El Traficante de Estrellas”, en que el artista frecuentaba la hospitalidad de lo umbrío, de la ermita abandonada, del espacio naturalmente desolado. Ahora, en la exposición “La Librería” de la Galería DelSol se busca nuevamente esa complicidad en relación con un objeto y las acciones que nacen y mueren en él: el libro, pero también la lectura y su estar, su acumularse en un estante o una mesa, su indolente exhibición, su evocación más íntima, su transformarse en un ser vivo más de la Naturaleza.
En el principio fue el libro, como en el principio fue también lo oscuro y la luz que lo quebró. Un libro abierto, sus páginas blancas, tienen la elocuencia misma de las obras de Fernando Bermejo cuando brotan de la sombra. El libro entonces se transforma en una flor, que alumbra como una llama breve en los cuadros de La Tour. Así se siente ante la impresionante instalación de cajas de luz que preside la gran pared frontal de la galería, a modo de gran biblioteca, en cuyas baldas reposa una pequeña parte de la serenidad del mundo.
A la presencia de “la librería” se añade la de otras obras que remiten a viajes íntimos del ser humano: la ironía de una soledad más teatral que auténtica (“Ficción-Realidad”), la percepción de un horizonte que varía conforme al equipaje personal de quien pasea, mira o aguarda (serie “Avenida”), la ternura casual de un perro cotidiano (“Perro”), la vida nocturna latente más allá del frío icono de una gran ciudad (“Edificio”).
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En todas estas obras, así como en los destellos de paisajes y árboles también presentes, siempre la luz acontece por la espalda, alumbrando el presente desde el pasado y a la vez proyectando la sombra alrededor. Pero además la luz se filtra a través de la pintura y de la trama del papel, ofreciendo un misterio velado como aquellas evoluciones orquestales de Toru Takemitsu de su Jardín Espiritual –otra vez Oriente revoloteando no por casualidad en los papeles japoneses utilizados por Bermejo– o la estela luminosa de sus pájaros blancos persiguiendo a un único pájaro oscuro hacia el Jardín Pentagonal
En un lateral, una pregunta y su respuesta adquieren forma improvisada de escultura. Qué es el arte: un breve rastro de luz en la pared sombría, el peldaño final de una escalera que conduce a su callado resplandor.
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Gorjeos y gorgojeos, 24.07.08

Con fecha 13 de junio de este año El Diario Montañés publicaba una información relativa a la presentación del cartel del 57 Festival Internacional de Santander (ver).
Vicky Civera (Port de Sagunt, Valencia, 1955) es la autora del cartel en cuestión y –siempre según el periódico– ha explicado en un texto lo que intenta comunicar con esta obra:
Sobre unas líneas horizontales, de música y agua, un barco emblemático se acerca al 57 Festival internacional, entrando por la bahía. Con gesto y saludo alegre, los personajes/notas del cartel (arriba) le dan la bienvenida. Saludo sobre un fondo rojo, mate y poroso, casi aterciopelado, que recuerda el intenso color de las amapolas tiñendo un extenso campo en verano. Rojo intenso, expansivo, pero a la vez delicado y contagioso, como el susurro musical que envuelve: desde el gorgojeo [SIC] alegre de los pájaros que revolotean y se esconden por el campo, hasta el leve zumbido del batir de las alas de los innumerables y frágiles insectos que lo habitan”.
Me gustaría formular unas preguntas:
1.¿Dónde está la bahía? (señalar en el cartel, doy premio)
2.Las amapolas, ¿crecen en el campo o en el mar? Si no crecen en el mar, ¿qué hacen en el cartel?
3.¿Por qué el susurro musical es rojo y no de otro color? (sí, ya me sé lo de la sinestesia)
4.Según mis noticias ‘gorgojo’ es un “insecto coleóptero de pequeño tamaño, con la cabeza prolongada en un pico o rostro, en cuyo extremo se encuentran las mandíbulas. Hay muchas especies cuyas larvas se alimentan de semillas, por lo que constituyen graves plagas del grano almacenado” (DRAE), mientras que ‘gorjear’ significa “dicho de una persona o de un pájaro: hacer quiebros con la voz en la garganta” (DRAE). ¿Los pájaros del FIS, pues, gorjean... o cazan gorgojos?
5.¿Por qué “se esconden los pájaros por el campo”? ¿Qué –o a quién– temen?
6.Admitamos que los insectos son frágiles, pero ¿qué pintan los insectos del campo en la bahía junto al barco emblemático que se acerca hasta las notas que alborozadas lo reciben y…? Uf, no sigo, que esto me recuerda aquel poemilla subido de tono de Catulo en que el barco simbolizaba… Dejémoslo.
Me lo expliquen todo bien. Espero.

Ruido y alcohol, 21.07.08

El verano ha llegado y con él la licencia para caer en cualquier clase de vulgaridad y, de paso, incordiar impunemente al prójimo. El verano es la estación de la chancleta full time, de los sobacos asesinos, de la arena arrojada en tu terraza por la vecina de arriba, de las inmundas barbacoas en la playa, de las canciones cutres acosando sin tregua desde las fauces abiertas de los locales especializados en timar con garrafón. El verano en sí mismo es un ente perverso cuyo fin justifica sus medios, de manera que cualquier mal que provenga de él se entiende como aceptable y hasta normal, del mismo modo que los aquejados por la peste negra en aquella Europa del siglo XIV admitían con naturalidad que les salieran bubones en las axilas unos días antes de diñarla.
El verano es, también, el tiempo del ruido desconsiderado, en cualquier lugar, a cualquier hora. Una de las preocupaciones capitales denunciadas por el depredador veraniego tipo es el horario de cierre de los locales hiperdecibeliados y la imposibilidad de estar hasta las tantas en una terraza dando la matraca al vecindario; las leyes que existen al respecto y que, a saber por qué, se incumplen sistemáticamente, son vistas por esta destructiva especie como amenaza de acoso y derribo. Este depredador, además, asegura que el ocio nocturno pierde puntos si no se puede molestar al personal durmiente; el encanto turístico de la ciudad, afirma tal espécimen, se resiente, lo que es dar por hecho que al turista de verano lo que de verdad le pone es beber y fastidiar.
Está claro que quienes cantan las excelencias turísticas del ruido nocturno, a la par que insolidarios con sus semejantes, son sujetos poco viajados y poco duchos en tales materias. Las ciudades más turísticas de Europa, las que reciben millones de visitantes año tras año –París, Roma, Londres…- se sumen en el silencio más absoluto a las nueve de la noche. Sus viajeros no precisan de escándalo nocturno para entretenerse, antes bien, aprecian la calma y el descanso tras una jornada de intensa actividad. Mientras sigamos pensando que alcohol y ruido son nuestras mejores bazas veraniegas, seguiremos atrayendo chusma adicta al vandalismo, y serán otras las ciudades que se lleven el auténtico turismo: el que deja beneficios contantes y sonantes.

Basquiat: temporada en el infierno, 17.07.08

Negro de raíces haitianas y portorriqueñas. Neoyorquino de un Brooklyn agreste y degradado. Marginal no por educación sino por elección. Heroinómano. Grafitero y pintor de formación autodidacta. Estrella fugaz en el cielo del arte norteamericano en los 80. Enfant terrible. Millonario en el infierno. Veintisiete años: fin de trayecto. Con semejante cóctel es fácil fabricar una leyenda de maldito. A Electra le sienta bien el luto y al mundo del arte le sienta bien el morbo. Marchantes, críticos y galeristas mercadean con el sufrimiento de los artistas descarriados para cautivar a los coleccionistas influyentes. Rothko le hizo un gran favor a su cotización y a sus especuladores privados segándose el cuello con una cuchilla de afeitar. Jean-Michel Basquiat se dejó la vida en una sobredosis hace veinte años y hoy sus cuadros se venden por diez millones de euros (el último que ha salido a subasta estaba en manos del grupo musical U2). ¿Qué queda del arte cuando se le despoja de la hojarasca del negocio? ¿Qué queda del arte de Jean Michel-Basquiat cuando se le desliga de su turbia y agitada biografía?
La Fundación Botín, en colaboración con la Fundación Memmo de Roma, presenta la oportunidad de contestar a estas preguntas en la que, sin exageración alguna, cabe calificar como la “exposición del verano” en Santander: una gran retrospectiva de la obra de Jean-Michel Basquiat, conformada por más de cuarenta obras –incluyendo un casco y un caballete y así mismo algunas piezas nunca vistas hasta ahora, como “Su mayordomo esnifando pegamento” (1984) o “Samo está en algo” (1981)– y comisariada por Olivier Berggruen (de quien conservamos fresco aún el recuerdo de la extraordinaria muestra sobre Klee hace un par de años). En su presentación, el comisario apuntó algunos de los elementos más obvios del arte de Basquiat: su fragmentación, la presencia y exorcización de fantasmas, el empleo de la escritura; también algunas de sus referencias más evidentes: Dubuffet, Pollock, Twombly… Pero la auténtica exposición aguarda ser descubierta en el paseo del visitante.
Nadie puede negar que la contemplación de la muestra es impactante. Jean-Michel Basquiat fallece en su veintena avanzada, y este aspecto golpea con brutalidad la vista del espectador. Los cuadros de Basquiat son de una fragilidad tan tierna como angustiosa, con la ternura y la angustia que se desprenden de su propia imagen, captada en algunas fotografías diseminadas por las salas. Hay vidas, hay rostros, que a pesar de la intensidad de su tragedia nunca pierden su halo de asombro y de debilidad. No es extraño que Basquiat haya sido comparado ocasionalmente con Rimbaud, el poeta-niño, el poeta torturado e inocente al tiempo, el poeta, también, de precoz muerte. Basquiat y Rimbaud pasaron una temporada en un infierno del que sus obras dan fe con lírica, terrible ingenuidad. Su contienda no es madura, exhala el aroma convulso de la adolescencia en crisis.
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En el caso de Jean-Michel Basquiat, su personal debilidad intenta combatirse con rasgos hiperbólicos: hipérbole en el tamaño de sus obras, hipérbole en la escatología de su discurso y de sus temas, hipérbole en la obsesión escrituraria y expansiva, hipérbole en su arrogante signo –su corona omnipresente– contra el mundo. Hipérbole desesperada, lucha feroz, exceso de artillería y aspaviento contra una realidad que, por el contrario, destruye con la eficacia aterradora e implacable del sigilo.
Las figuras de Basquiat son figuras de intencionado aprendizaje, de dibujante fascinado por los recovecos del cuerpo humano y por los estragos de la muerte. En sus figuras respira el magistral y minucioso esquematismo que guiaba a Henry Carter cuando dibujaba los cadáveres que diseccionaba Henry Gray –otro habitante del infierno que sucumbió en sus treinta y cuatro–. Además de los tormentosos expresionistas abstractos que rastreaba y exploraba en los libros, los cuerpos de la Anatomía de Gray (el célebre manual de Medicina que vio la luz en 1858 y del que Basquiat se empapó en su niñez, mientras se recuperaba de unas lesiones por atropello) acompañaron al artista toda su vida. Esas figuras en las que algunos críticos han visto mera impericia de grafitti en lugar de transparencia conceptual apelan a lo esencial de un discurso que, sin embargo, es profundo y perplejo: lo sencillo es, por supuesto, lo más difícil de entender. Esas cuestiones son las que Basquiat plantea con maniacos grafemas en pos de la ansiada permanencia, son las que rubrica con su corona o su pequeño copyright, siguiendo las maneras de Cy Twombly cuando escribía en sus lienzos “Cy was here”, un poco al modo del soldado Kilroy, quien perseguía en la reiteración de esa brevísima inscripción un conjuro personal –hondo y pueril, tal vez– contra el aliento de la muerte.

La Ley de Oro, 12.07.08

En su sutil a la par que hilarante tratado “Las leyes fundamentales de la estupidez humana” (incluido en su librito Allegro ma non troppo), el eminente profesor Carlo Maria Cipolla da cuenta de uno de los mecanismos más esenciales de la estulticia de los bípedos, en lo que él denomina como Ley de Oro: “Una persona estúpida es aquella que causa daño a una persona o grupo de personas sin obtener provecho para sí, o incluso obteniendo un perjuicio”. Siempre he pensado que el opúsculo de Cipolla, que además incluye una ilustrativa parte práctica, debería ser materia obligatoria de estudio en las escuelas; así tal vez no se precisaría cursar polémicas asignaturas como Educación para la Ciudadanía y muchos celosos papás no se verían en la necesidad de ofenderse porque sea el Estado y no la Iglesia quien quiera inmiscuirse en la formación ética de sus hijos.
El caso es que me venía esta tercera ley fundamental de Cipolla a la memoria cuando leía hace un par de días que unos vándalos se han dedicado a saquear una necrópolis localizada en San Fernando, datada nada menos que en la Edad del Bronce, destrozando algunos de los restos que allí se custodiaban, sacados a la luz en una reciente excavación. Frente al simpático personaje literario del saqueador de tumbas que busca dientes de oro en las bocas de los muertos para comprarse un bocadillo, no cabe siquiera oponer la indignidad de esos estúpidos supinos que se han ocupado en despedazar los restos óseos descubiertos en las labores de investigación. En efecto, esos imbéciles lo son porque no sólo han causado un gran daño a la comunidad que desafortunadamente los acoge (que de este modo se ve privada de una parte importante de su Historia), sino que se han procurado un perjuicio a sí mismos, aunque por supuesto no lo saben: con su estúpida profanación han creado un vacío en la reconstrucción de la cadena evolutiva hacia sus antepasados, que en su caso particular se remonta mucho más allá de los homínidos y llega sin duda a la categoría de burdos cuadrúpedos sin conocimiento del lenguaje articulado.
Ahora sólo queda esperar que, una vez que el daño está ya hecho, quienes han de tomar cartas en el asunto no se pongan a tirarse las polveras y a acusarse como niños en el patio del colegio, en lugar de unir recursos, plantear soluciones y dar estopa a estos estúpidos para escarmiento de los abominables ejemplares de su raza.

Garricura, 07.07.08

Sólo para quienes sigan interesados en seguir los avatares y descomposición del pajarraco... Por el momento han tenido que hacerle la garricura, porque la roña se le acumulaba en las uñitas. Angelito...

Castelares, 01.07.08

Como es sabido, Emilio Castelar y Ripoll, reconocida gloria de la elocuencia política, era de Cádiz. Tan reconocida e indiscutida fue su gloria que allá por 1869 se acordó bautizar con su nombre a la plaza en que se encontraba su casa natal. En 1904 se decidió colocar una lápida conmemorativa de la efeméride precisamente en la entrada de la casa –el portal número 1–, para que las generaciones venideras no olvidaran el genio verbal y parlamentario de su paisano Castelar. Dos años más tarde, se encargó a Eduardo Barrón un monumento dedicado a don Emilio, y ese monumento aún pervive, presidiendo la misma plaza, aunque su denominación actual es la de Candelaria.
Así hemos recorrido un largo éxodo, peor aún que el bíblico –por no hablar del interminable de Otto Preminger– sin otra figura política digna de suceder al eximio Castelar. Pero he aquí que por fin la misericordia divina se ha apiadado de este pobre pueblo elegido, y ha concedido un relevo, una voz que habrá de perdurar en los corazones de los gaditanos durante décadas. Me atrevo a sugerir a nuestros gestores municipales la formación de una comisión de urgencia para designar una avenida con el nombre de Bibiana Aído. Se me ocurre, tal vez, que puede modificarse el nombre de la Avenida de Gómez Ulla, que además es vía universitaria, a tono, pues, con el perfil de cualquier miembra congresual de pro. Se me ocurre también que nuestra cálida Facultad de Letras puede ser transformada en una biblioteca para mujeres y mujeras, con un anexo incorporado a modo de vestuario, en el que aquellas descarriadas que no cumplan con los patrones y patronas de la moda occidental puedan reconvertirse al new style del particular Vogue ministerial. Se me ocurre la colocación de un monumento en forma de gran boca oratoria frente al pájaro constitucional. Se me ocurren en realidad muchas cosas, todas ellas nunca vistas e increíbles –como las llamas de Orión en Blade Runner–, pero ya entiendo que estos asuntos deben dejarse en las meninges sabias, en las meninges de quienes gozan de una logorrea que no se la salta un gitano –o gitana–. Así que a callar y a seguir esperando. Si nadie lo remedia, el espectáculo sólo acaba de empezar.