Wolf Vostell: la vida es ruido, 28.06.08

Coincidiendo prácticamente con el décimo aniversario del fallecimiento del artista germano, en abril de 1998, acaba de inaugurarse en la Galería Nuble de Santander una exposición dedicada al recuerdo de la obra de Wolf Vostell. La muestra cuenta con casi una treintena de piezas –pinturas, dibujos, vídeos, esculturas– procedentes de la colección personal del artista, localizadas en su mayoría en las décadas de los 80 y los 90, aunque no falta algún guiño a los 70 (particularmente emotivo en el caso del impactante gouache dedicado a La Quinta del Sordo) en incluso a los 60 (sin duda es una de las joyas de la exposición la exhibición de Sun in your head, que constituyó el primer video-film realizado por Vostell, en el entorno del movimiento Fluxus, a partir de la “deconstrucción” o distorsión de las imágenes de un programa de televisión).
El mundo es caos, el mundo es tiempo, es erosión, es el surgimiento de los seres y su descomposición. El arte está ahí para dar fe, también para nacer y morir en y con el mundo. Tal vez por ello Vostell planteó con contundencia aquella ecuación recíproca: Arte=Vida, Vida=Arte, que trascendió con mucho los prístinos y balbuceantes presupuestos del movimiento Fluxus a los que precedió; una tendencia más afanada quizá en situarse contra todo que en encontrar su auténtico lugar, y que según uno de sus integrantes, Robert Filiou, nunca apareció ni desapareció. La banda sonora original de un mundo en descomposición debe ser una música atomizada hasta sus últimas partículas, una música que se desmiga y que desde sus propios desperdicios se repone y recompone transfigurándose en sonidos nuevos. Creo que la relación de Wolf Vostell con la música no ha sido suficientemente rastreada. A mediados de los 50, Vostell había conocido a Karlheinz Stockhausen y había trabado contacto con los experimentos alumbrados en el estudio de música electrónica de Colonia. De esa amistad surgirían posteriormente colaboraciones que darían lugar a los primeros décoll/ages del artista de Leverkusen, que combinaban lo visual y lo electroacústico. Poco después, Vostell conocerá también a John Cage. A comienzos de los años 50, y a partir de las White Paintings de Rauschenberg, Cage había “compuesto” su célebre y controvertido 4’33’’, una obra en absoluto silencio en que lo innovador no era el silencio en sí, sino la intervención de los “intérpretes”, del ruido ambiental, del espacio circundante; del mismo modo que no era el blanco absoluto lo innovador en Rauschenberg, sino el polvo y los reflejos en la superficie de sus cuadros.
Esta concepción –la de la música y su hermana rebelde, el ruido, que se inmiscuyen en el arte y lo modifican– acompañará a Vostell durante el resto de su vida artística. Ya Kandinski afirmó que “el arte suena”, y en verdad el arte de Wolf Vostell suena. Suenan sus figuras entre grotescas y dramáticas con baconiana sensación de finitud, como su Maja o su Abrazo o incluso su Judith de la Quinta del Sordo; suenan el dolor y la extrañeza de su Metamorfosis; suenan las turbias aguas corruptas del Rhin, los reflejos tortuosos del Pont Neuf; suena el doloroso acoplamiento de ángeles y hombres expulsados del placer en Archai; suenan los aviones sobre la ciudad arrasada y humeante, la cruenta y desolada Música de Sarajevo; suenan los televisores y los transistores, emitiendo perturbaciones, interferencias, aullidos conmovidos desde sus honduras electrónicas. Los cuadros de Wolf Vostell suenan, y su ruido es un aldabonazo sobre la animalización de lo humano, sobre la violencia de lo fugaz, sobre la agresividad y la destrucción, sobre la mecanización que todo lo consume, sobre el palimpsesto implacable y pavoroso de la vida.

Increíble, 22.06.08

Increíble. Con ese adjetivo le convocan. Y en efecto, increíble es que a estas alturas, siglo XXI y tal, a alguien le interese un hombre verde. Imagínense un sujeto que en cuanto le sube un pelo la tensión –por ejemplo, si le tardan en la caja rápida del súper– crece sin tasa hasta alcanzar la talla de nuestro pajarraco constitucional, se le marca la carótida en el cuello y, sobre todo, se pone del color del campo en que España se tienta hoy los calzones ante Italia. ¿Quién podría creerse algo así? Y en cualquier caso, ¿a quién le preocuparía lo más mínimo? Tenemos la crisis, la hipoteca, el terrorismo y el paro acechando a la vuelta de la esquina. Por tener, tenemos incluso la prioridad del lenguaje paritorio –perdón, paritario– colapsándonos la meninge femenina. ¡Como si fueran a llamar nuestra atención las desventuras de un tal Hulk, alias “la Masa”!
Y sin embargo ellos –los americanos, digo–, erre que erre. Este viernes nos han colado en los cines la enésima versión del gigante verde, que por no vender ya no vende ni espárragos en lata. Llevan intentándolo desde los 60, pero ná. Recuerdo aún aquella insoportable serie de televisión en la que conocí al engendro. Siempre me chocó que cuando el tipo crecía, los pantalones le seguían sirviendo –aunque por media canilla, tipo pirata– pero las camisas no; ni por asomo, oigan. Al parecer, el buen amigo se pone así por un exceso de radiación, si bien eso no debería ser un problema: el otro día le leía en una novelilla a Péter Esterházy que la radiación incrementa el deseo sexual, que así se ha demostrado en Chernóbil y Kozlodui. Pero hungaradas aparte, a lo que iba es a que a nadie, ni grande ni pequeño, le gustaba la petardada aquella. Hace pocos años Ang Lee propuso la versión made in Taiwan para pantalla grande, y se cayó con todo el equipo: a la segunda semana no lo aguantaba ni él, aunque pretendió darle un toque filosófico a la cosa –quizá una reflexión sobre los excesos de las multinacionales camiseras en los países orientales–. Un fiasco.
Ahora el monstruo vuelve por sus fueros, y para que tenga más tirón le han puesto un pedazo miembra al lado; a ver si Liv Tyler le echa un cable, porque el amigo Hulk está miasmático perdido: pero qué mal color, por Dios.

Parole, 14.06.08

Hace un par de días ejercí como jurado -¿jurada?– en un importante premio de poesía. La importancia del certamen no disuadió a algunos osados de participar en tan alta empresa literaria, y en tal empeño no dudaron en ofrecer flores nuevas al refulgente metal de la lengua española. Uno había que se “descarcañalaba por fuera” (¿?) y otro que apelaba a extraños “chupiteles invernales” (¡!) cuyo significado ninguno de los miembros del jurado –tampoco las miembras- logramos desentrañar. Acongojados y acongojadas en nuestro torpe entendimiento ante estos crípticos términos, hubo quien propuso para el externo descarcañalamiento del afligido vate un uso importado de Hispanoamérica, mientras que por el otro flanco de la mesa se avanzó tímidamente la posibilidad de considerar ‘chupitel’ un anglicismo de próxima e ineludible inclusión en el diccionario. Otro de los miembros del jurado se puso súbitamente violento sin razón aparente, pero le sugerimos salir por un instante de la sala y hacer una llamada de teléfono para desfogarse y reciclarse, y hete aquí que volvió muy macho, pero suave como una seda. Sintiéndonos finalmente satisfechos y satisfechas por lo bien que resolvimos el conflicto, nos satisfizo también en el acto, digo en el acta, añadir una petición de propuesta a la RAE de revisión de sus recursos léxicos, decididamente limitados y retrógrados.
Después de perder gran cantidad de tiempo en dirimir estas sandeces nos aplicamos a lo sustancial, que era la elección de un poemario comm’il faut, bien escrito, sin supuestos americanismos ni anglicismos ni mandangas ni mandangos. Por suerte, no emergieron más egregios lexicógrafos, y siendo los que había escasos en número –sobre su “género” o especie, prudente es no precisar–, rápidamente quedaron sepultados en el magma de los ignaros acelomados y pseudobípedos de cuyo nombre es mejor olvidarse… dejando vía expedita a lo esencial de la palabra: la que brilla en el cálamo de los cultos y discretos y se envilece en la desenfrenada boca de los necios. Un sevillano –Manuel Jurado– se llevó el galardón, con un libro en verdad excelente titulado Los dioses vulnerables. Vulnerables, sí, sobremanera en estos tiempos: ante los lerdos ni los dioses siquiera están a salvo.

Melancolía y silencio, 10.06.08

El pintor escribe en su mesa sobre la muerte de un hombre, de un hombre que muere en un oxímoron, dejándose arrastrar por el ciclo de la vida. El hombre es un cazador que en realidad no caza. El cazador pasea, contempla la mudanza en la estación, se da cuenta de que la Naturaleza nace y muere cada año, de que él también debe nacer y morir en la Naturaleza, con el último soplo helado del invierno. El cazador porta un rifle que no usa, porque no puede ni debe intervenir en el curso de las cosas. Un spleen baudeleriano se apodera del hombre en ese instante y todo continúa hasta dejar de ser. El pintor de gabinete tiene a siniestra unos pájaros, un grabado de Goya a sus espaldas y la ternura indiferente del mundo alrededor.
Emilio González Sáinz ha regresado a Santander después de su última exposición –“Marzo”– presentada el pasado verano en la galería Siboney de nuestra ciudad, y ha regresado además con una muy amplia muestra de su obra, que bajo el título de “El cazador melancólico”, puede contemplarse hasta el 29 de este mes de junio en el Centro Casyc de la calle Tantín. Se trata en particular de sesenta y nueve piezas entre pinturas (óleos sobre lienzo) y acuarelas, realizadas entre los años 2007 y 2008; piezas que oscilan entre el pequeño y el medio formato: una distancia que González Sáinz domina y a la que ya nos tiene acostumbrados.
Recuerdo que el personaje del cazador ya estaba presente en el imaginario de Emilio hace años; recuerdo en particular que en su exposición de 2004, “Paisaje de invierno”, esa figura le acechaba ya, de modo encubierto, en forma de poema agazapado en su escritorio; tal vez con Goya a sus espaldas. En aquella exposición estaba el azul –que es los azules– de Patinir, la descubierta lentitud del John Franklin de Nadolny, los hombres frente al mar de Caspar David Friedrich o los patinadores de Henry Raeburn y Brueghel, y más tarde aún, en exposiciones subsiguientes, todos ellos siguieron estando, hasta hoy. Los años han pasado y el cazador entre tanto, ha ido cambiando, tornándose reflexivo y melancólico. La melancolía ha crecido en el cazador de González Sáinz… al tiempo que el silencio en sus cuadros. O al menos eso me parece.
Nunca las obras de Emilio han sido ruidosas; siempre preciosistas, minuciosas, recoletas, han tendido por instinto a la quietud. En esta muestra, no obstante, la quietud ha dejado paso al silencio, a un mutismo que encuentra en sí reflejo y hasta eco. Tal vez el agua, los charcos que en estos lienzos se repiten con especial intensidad, actúen a modo de espejos callados, diseminados en el camino de la búsqueda del Hombre, como poemas semienterrados en la hierba. Lo mismo las naturalezas muertas. Incluso la incertidumbre con la que lucha ‘El loco’ en su turbadora y fascinante serie de acuarelas se produce a modo de ventisca en una película en off; la tragedia es más tragedia cuando su voz no nos acosa: el auténtico terror por fuerza es mudo.

De ese silencio, temible muchas veces, sereno otras, enigmático siempre, participan con especial dedicación no sólo los acantilados o los paisajes de montaña o hielo, sino también las estancias personales del artista, sus “gabinetes” austeros cuajados de libros y de elementos propios de la Historia Natural: animales disecados, caracolas diversas…; gabinetes sin paredes, accesibles, abiertos a la Naturaleza e impregnados de su también tácita sabiduría. Y los pájaros: tantos, tan variados en especies y proporciones, que parecen evadidos del Catalogue de Messiaen y prestos a idéntico recogimiento canoro.
En su bóveda la noche escribe su tratado con silentes palabras de luz. Una mujer nada suavemente bajo su dictado, concentrada en “su música callada, su soledad sonora”. Emilio en su estudio retirado entrega criaturas al feraz sigilo de los astros.

Gallinas en Moscú, 08.06.08

Los alumnos del Conservatorio Manuel de Falla de Cádiz han regresado al fin a casa –con sus instrumentos de cuerda bajo el brazo– después de vivir una de esas excitantes historias de aeropuertos con que las autoridades y responsables de seguridad en el entorno aéreo se encargan de amargar el viaje al más pintado –si me apuran, hasta al mismísimo Miguel de la Quadra Salcedo–; siempre, naturalmente, por nuestro propio bien, como una toma de aceite de ricino. Es más que probable que a los chicos gaditanos que se fueron a Moscú con la ilusión de haber sido invitados por el Conservatorio Chaikovski no se les va a olvidar la experiencia. Hay que matizar, no obstante, que la odisea vivida en el aeropuerto moscovita –cualquiera que este fuese, de los cinco que allí funcionan– exige una reflexión serena; no debe confundirse una legislación absolutamente protectora de todo lo relacionado con el arte –y quién en su juicio podría dudar, sino en esta culta España nuestra, de que un instrumento musical es arte– con una normativa aeroportuaria absurda o un trato denigrante específico.
A mí en particular se me antoja loable que se vigile la posibilidad de traficar con instrumentos musicales. Regresada como estoy de un viaje por Italia en que pude contemplar en la Accademia florentina una selección de bellísimos Amati, Stradivarius y otras maravillas semejantes, entiendo perfectamente que este asunto debe ser objeto de cuidadosa atención. Lo que ocurre es que España la cultura y la música importan menos aún que un figo, y el tratamiento que reciben música y músicos por parte de nuestras instituciones es tan estulto y lamentable que se encuentra normal llegar con un violín a Rusia –donde, a contrario, la consideración hacia las artes es extrema– como Paco Martínez Soria a Madrid con una gallina en el cesto.
La diferencia estriba en que a estos chicos les echaron el alto con lógica en el aeropuerto de Moscú por no llevar en regla los papeles de sus instrumentos –responsabilidad, por supuesto, no de los estudiantes, sino de quienes organizaron el viaje– y a mí en Madrid Barajas me paró los pies un Einstein de seguridad empeñado en que mi perfume Rive Gauche de Yves Saint Laurent (qepd) era un arma de destrucción masiva. Pero es que los del Este son muy raros.

Incentivos, 01.06.08

El asunto de los incentivos cuenta por estos lares con vistoso pedigrí. Los incentivos –espléndido eufemismo– existen desde tiempo inmemorial para conducir a las ovejas descarriadas al redil. Si son determinados ciudadanos quienes quieren obtener ciertas prebendas o resultados a cambio de favores o dineros, entonces la cosa se denomina soborno o corrupción, en sus diferentes modalidades y motivaciones. Por el contrario, si la misma actividad se ejerce desde cualquier Institución de esas que en España se escriben con mayúscula, entonces se habla de incentivos que constituyen un acicate para estimular el buen comportamiento de los ciudadanos. Por si alguien no distingue con claridad la diferencia, pondremos un ejemplo elemental, como de Barrio Sésamo: si papá le lleva al profe de latín un jamón para que apruebe a su niño, se trata evidentemente de soborno; cutre, pero soborno. Si en cambio es la Consejería de Educación la que ofrece a los profes 7000 euros por aprobar alumnos a pasto, entonces se trata de incentivo. Qué bien se explica Coco.
Por si alguien lo desconocía, ya hace años que existe en la Universidad un mecanismo que regula el número mínimo de aprobados por año académico. En cada Comunidad Autónoma hay ligeras variaciones en la aplicación de esta norma, pero en síntesis se trata de demostrar a los ojos de los europeos, siempre desconfiados, que los universitarios españoles son la caraba. Eso sí, al tiempo se regula la concesión de matrículas de honor, que no deben exceder de una o dos por curso, pues eso es menos dinerito que se ingresa en las arcas de nuestra Madre Nutricia. Así que la Consejería de Educación de Andalucía, que se conoce al dedillo lo que “mola” el sistema universitario, y que todavía está escocida por las orejas de burro que le colocó al alumnado andaluz el Informe PISA, consciente además de que el profesorado de Enseñanzas Medias es un poco díscolo porque lo tienen más achicharrado que a un ninot en la Nit de la Cremá, se acuerda del chollo de los incentivos y piensa: si les soltamos dinero a estos pardillos solucionamos velis nolis el analfabetismo de las aulas y cosechamos estómagos agradecidos. Como sigamos por esta vereda, no tardaremos en volver a los tiempos de las delaciones; perfectamente legales e incentivadas, por supuesto.
(En Cataluña ya han empezado, por cierto, a incentivar a los infantes las delaciones de los profes que no parlan catalá).