Taxis y búhos, 25.01.08

En estos días parece despuntar un debate extraordinariamente activo en torno a la supuesta crisis del gremio del taxi en la ciudad de Cádiz, en apariencia agravada con la instauración del llamado “búho bus”, servicio nocturno exclusivo de los fines de semana. La intensidad del debate queda subrayada por la cantidad de intervenciones que han suscitado en la edición digital del Diario de Cádiz las noticias relativas a este asunto.
No dejan de sorprenderme los alarmantes cauces por los que discurre la mayoría de las “argumentaciones”, término que entrecomillo porque destaca sobremanera la apelación al insulto grosero muy por encima de las justificaciones razonadas. Estamos ante una situación en que el encastillamiento en posiciones solipsistas y proteccionistas por ambas partes se me antoja muy propia de este país de nuestras entretelas, acostumbrado por un lado a que determinados sectores laborales cuenten casi por consuetudinaria obligación con ayudas institucionales de las que otros carecen, y por otro a que haya parcelas de consumidores que demuestran falta de conocimiento acerca de lo que implica el uso de determinados servicios.
Los taxistas se quejan impropiamente de la competencia que al parecer les supone la existencia de un servicio público; un servicio al que los ciudadanos tienen pleno derecho en virtud de sus impuestos y cuyo funcionamiento, por otra parte, resulta de lo más sano para evitar la imposición de un monopolio en el sector del transporte (mal estaría que para desplazarnos hubiésemos de recurrir por fuerza al taxi). En el otro extremo, se encuentra el usuario que se queja de los precios del taxi, cuyo uso, en primer término, no es obligado, dado que existen más opciones, y que, en definitiva, supone una alternativa de transporte especializado que aporta al usuario una exclusividad (conductor a nuestra plena disposición) que bien está que se valore y, en consecuencia, se pague; por ello las comparaciones con las tarifas de otros medios comunes de transporte es, sencillamente, improcedente.
¿Acaso alguien puede dudar que sería óptima la pacífica coexistencia de ambas posibilidades, debidamente reguladas para ofrecer el adecuado servicio al ciudadano?

¿Esto es arte?, 13.01.08

Parece que desde 2003 existe acuerdo en el desacuerdo. Por algo se empieza. Me refiero a los carteles de la Semana Santa gaditana, que desde hace ya seis años han tomado forma pictórica, en lugar de la fotográfica que venía siendo habitual. Al sexto cartel se ha destapado la caja de los truenos, y las críticas han empezado a circular. La decisión de sustituir la cámara por el pincel no ha sentado bien a los cofrades, a la vista de los reiterados resultados de la cosa; tampoco, en general, al público, descontento ante las supuestas obras de arte con que quiere darse relevancia y ornato a un festejo tan arraigado en el acervo cultural y afectivo de los gaditanos.
Ante las protestas generalizadas, que demandan el retorno a la fotografía como imagen ideal de la festividad, es importante plantearse qué es un cartel, y si lo que requieren las cofradías es en realidad un cartel, o bien un póster alumbrado con más o menos gusto y con funciones esencialmente publicitarias. Un cartel es en sí mismo una obra de arte, como acredita su propio origen, vinculado a la litografía. Aunque ya desde el siglo XVIII existen carteles, tal vez sea en el París de la Belle Époque donde el cartel adquiere su auténtico estatus artístico; no olvidemos las creaciones de Toulouse-Lautrec para el mítico Moulin Rouge, al que pronto siguieron las preciosistas producciones de Mucha, de influjo prerrafaelita y bizantino. La Escuela de Glasgow, la Secesión de Viena y la Deutscher Werkbund de Alemania se vieron también seducidas por la estética del cartel, y de tales precursores habría de surgir un hito importantísimo: el Plakatstil alemán. Posteriormente, se sumó a la práctica del cartel la Bauhaus y, ya en Suiza, es fundamental el Sachplakat. En España, como es sabido, hemos contado asimismo con cartelistas brillantes: Picasso, Dalí, Miró…
Ante tales precedentes, tal vez quepa preguntarse si la elección de un cartel como opción celebratoria de la Semana Santa gaditana no supone una aspiración o esfuerzo desmedido; y en el caso de que tal esfuerzo quiera realizarse, tal vez deberían plantearse en el Consejo de Hermandades algunas precisiones para impedir el desprestigio de semejante arte y, de paso, el de la propia Semana.

Ángel González todavía, 12.01.08

De Ángel González, ahora que nos falta, no me encuentro en condiciones de evocar demasiadas cosas. Tampoco le vi en demasiadas ocasiones; pero esas ocasiones, a cambio, las recuerdo con perfecta nitidez.
A Ángel le gustaba comer poco, algo que tenía que hacer como a escondidas, cuando se mostraba apartado, en cafés pequeños, retirado de los compromisos y de las miradas insolentes. A Ángel, además, le gustaba el yogur. Siempre pensé que su frugalidad, incluso esa breve blancura del yogur que le rendía, tenía mucho que ver con su extraordinaria timidez; una timidez que encubría habitualmente tras un velo un poco arrogante, un poco ácido, con que alejaba a quienes no tenía especial interés en saludar.
La última vez en que nos encontramos fue ya hace algunos años, con motivo de una entrevista que le realicé para El Diario Montañés, en el marco de un curso veraniego de la UIMP sobre la Generación del 50. Continuaba entonces sin esperanza y con convencimiento, renegando también de la belleza como verdad posible en el mundo. No era optimista con respecto al curso de los tiempos, de los acontecimientos políticos y económicos. “Con la belleza no se come”, decía Ángel en uno de sus versos, en expresión heredada de su tía (según me confesó), y aún hoy, quién sabe por cuántos siglos más, ese pragmático axioma sigue siendo cierto.
En Santander acariciamos durante un tiempo la posibilidad de dar a la imprenta un libro de poemas inéditos de Ángel González. Durante muchos años se gestó aquel bello proyecto, que había de ver la luz en la ya extinta editorial Árgoma, a cargo de Gonzalo Román. En Árgoma también habían visto la luz poemas de Carlos Salomón, de Carlos Bousoño, de Luis Antonio de Villena. A la muerte de Román tomó las riendas de la editorial su hija Lorena; el último libro que apareció en Árgoma fue, justamente, el de la autora de estas líneas, que había obtenido el Premio Alegría en 1999. Ángel González era el autor que había de publicarse a continuación, pero nunca llegó a buen puerto aquel proyecto –para desgracia mía, pues me hubiera encantado tenerlo como compañero de cubiertas–. Árgoma se terminó, y con ella el sueño de un libro de Ángel editado en Santander.
En el día de hoy es triste escribir sobre Ángel González, sobre los libros que no fueron, sobre las palabras que ya no serán más. Recuerdo que en mi libro de Árgoma, Naturaleza Muerta, uno de mis poemas (“Reconciliación”) se encabezaba con unos versos de Ángel que me resultaban estremecedores: “Parece/ que no ha pasado la muerte por nosotros”. Así, precisamente, prefiero recordarlo. Todavía.

Petardos, 06.01.08

Los sufrimos el 24 y el 25, el 31 y el 1, y en las últimas horas han vuelto a acometernos las inefables hordas devotas del petardeo nocturno y estulto. Cualquier festiva excusa es buena: las fiestas en nuestro país no son fiestas si no hay sangre, borracheras o decibelios –y preferiblemente la santísima trinidad en su conjunto–. Semejante mal se padece desde tiempo inmemorial, y por ello las consecuencias son harto conocidas: ruido insufrible, destrozos varios en el mobiliario urbano, saturación en los servicios de urgencias por accidentes y quemaduras, niños y jóvenes con dedos de las manos amputados y, lo peor de todo, más de una víctima ajena a tales actividades que, no obstante, como la inocente muchacha jerezana de que hemos tenido noticia en estos días, comienza el 2008 sin un ojo y con la cara irremisiblemente destrozada.
El Padre Gobierno se afana a diario en velar por nuestro bienestar con muchas palabras y pocos hechos. Las cajetillas de tabaco rezan “fumar puede matar” y la Dirección General de Tráfico agita el dedo admonitoriamente diciendo que “las imprudencias se pagan”. Demasiada literatura para tantos brazos cruzados. Res non verba, aseveraban los latinos, pero como en España de latín ni idea, todos tan contentos al amparo de una ignorancia interesada. La ley antitabaco es el pito del sereno en la mayoría de establecimientos de hostelería y al guardia de turno le es más cómodo multar al señor que circula a 70 en carretera comarcal que al que lo hace a 200 en autopista. En cuanto a los petardos –me refiero a los que estallan, por no hacer juegos de palabras demasiado obvios–, a pesar de conocer sobradamente las desgracias que acarrean, nadie mueve un dedo para prohibirlos, y prohibirlos de forma efectiva, no tan sólo en un papel. En este país no se puede tener una pistola sin licencia, pero se consiente la venta de peligroso material pirotécnico, en la mayor parte de los casos a menores de edad; tampoco olvidemos la caterva de padres descerebrados que facilitan ellos mismos semejante material a los chicos, ni la siniestra figura del vendedor sin escrúpulos.
En mi carta de este año a los Magos de Occidente he pedido silencio. Sólo faltaría que los Reyes llegaran también tirando cohetes…

Vándalos, 03.01.08

Los vándalos, como es sabido, integran ese trío de pueblos germánicos, junto a suevos y alanos, que, hostigados por los hunos, se acercaron a nuestra península a practicar turismo, allá por los comienzos del siglo V. Los vándalos eran gente de orden para los suyos propios, menos para los demás, más o menos como todos los pueblos que se han dedicado a ocupar territorios ajenos. Eso ya lo sabían los griegos, que cuando hablaban de los bárbaros se referían a “los otros”, es decir, a todos los que no eran griegos. Los hispanos tardaron veinte años en verse libres de los vándalos, y en especial de los silingos, la rama mejor instalada, que acabó por marchar hacia África ante los requerimientos poco corteses de los romanos y sus aliados, los visigodos.
Suele designarse como vándalos a los individuos caracterizados por su salvajismo y su tendencia a causar destrozos en su entorno, generalmente en relación con bienes de propiedad y disfrute públicos. En esta, como en otras ocasiones, el Diccionario de la Academia, o el acervo popular, si se prefiere, incurren en delito de imprecisión y hasta injusticia. Los vándalos, más allá de su nombre, de vándalos tenían lo estricto y necesario para invadir unas tierras que no eran las propias: el reinado de Genserico y sus inmediatos sucesores en África se prolongó en plenitud y sin barrabasadas dignas de mención durante más de un siglo. En realidad, la acepción contemporánea del término ‘vándalo’ parece provenir de la Francia Revolucionaria, y en concreto del jansenista Henri Grégoire, que describió con tal adjetivo ante la Convención el comportamiento de las tropas republicanas. En España semejante acepción halló predicamento por razones obvias.
En los últimos días el vandalismo se ha adueñado de las calles gaditanas, cebándose particularmente en los adornos navideños propios de las fechas, aunque no es este un mal con calendario específico. A diferencia de los vándalos históricos, que batallaban por un lugar donde asentarse, los vándalos actuales arruinan patrimonio de su propiedad, y su victoria consiste en degradar la convivencia y el bienestar de todos. Por desgracia, la estupidez y la violencia caminan con suma frecuencia de la mano.