Degenerados y otras hierbas, 03.10.07

Parece que en los últimos tiempos la Iglesia Católica retorna por sus fueros. Fueros que no son otros que los de la pretensión de trascender el inasible territorio de la fe –pelín maltratada y desacreditada en los años que corren, qué se le va a hacer– para adentrarse en el más pragmático del día a día. Es natural. Elucubrar de forma permanente sobre la Santísima Trinidad, aunque te paguen por ello, es cómodo pero no conduce a mucho. La desagradable sensación de estar fuera del mundo, de que la palabra de Dios –así, en abstracto– va perdiendo autoridad efectiva, de que ya no existe posibilidad de resucitar un Santo Oficio que se encargue de todo quisque se comporte y comulgue “como Dios manda”, le revuelve las meninges a cualquiera, sobre todo si ese “cualquiera” tiene muchas horas libres en el día para plantearse estos asuntos. De manera que algunos de los titulares que asaltan nuestros periódicos en las semanas más recientes no constituyen ninguna sorpresa. A quién podría extrañar que Juan Antonio Martínez Camino, portavoz de la Conferencia Episcopal, sostenga que las madres solteras no deben recibir ayuda económica alguna, cuando lo lógico y natural es que se las lapide públicamente o como mínimo se las margine, como ocurría en tiempos no muy remotos de nuestra vergonzante prehistoria social. A quién podría extrañar que las hordas del arzobispo de Toledo, Antonio Cañizares, y las de “Rouco y sus hermanos”, se empecinen en que la Educación para la Ciudadanía –con todos sus errores y carencias, que los tiene– lo sea para la CiudadaMía, que no se merece nada mejor que el catetismo –perdón, Catecismo– de toda la vida. Por no hablar de los colegas con sotana –Setién y cía– que en materia de nacionalismo no se privan de poner los puntos sobre sus íes para acabar de liar la cosa.
Pero como aquí nos ocupamos sólo de cultura, nos dedicaremos a hablar, por ejemplo, de artes plásticas, que es lo nuestro. Y en ello estamos cuando al paso nos sale otra perla en los periódicos: el arzobispo de Colonia, Joachim Meisner, califica de “arte degenerado” (¿les suena la expresión de Goebbels?) una vidriera de 113 metros cuadrados de la espectacular catedral gótica colonesa, obra de Gerhard Richter. La vidriera medieval original, que fue destruida durante la Segunda Guerra Mundial, permaneció hasta ahora sustituida por un cristal blanco que desmerecía artística y lumínicamente en la estética del templo. Gerhard Richter, uno de los artistas alemanes más reconocidos a nivel internacional, y con una trayectoria y una obra ciertamente indiscutidas, asumió el encargo de sustituir la vidriera y lo ejecutó de modo gratuito, en regalo y homenaje a la ciudad que le vio nacer. Y estaban todos tan contentos –la verdad es que no era para menos– cuando Meisner se descuelga con lo del arte degenerado en un sermón y la fastidia. Se queja Meisner de que la vidriera no sea figurativa –de haberlo sido, probablemente el calificativo hubiera sido “blasfema”– y afirma que el arte que no tiene por propósito la adoración de Dios es eso: arte degenerado. Pues estamos apañados: de un plumazo se ha cargado Meisner no sé cuántos siglos de esplendor intelectual. ¿A quién le interesa leer El Quijote, escuchar El Arte de la Fuga, ver Casablanca o asistir al testimonio del Guernika (esto por no salirnos de Occidente), pudiendo solazarnos sin tregua con las trágicas y variadas vicisitudes del niño San Tarsicio? En Notre Dame de París, en torno a sus tres espléndidos rosetones medievales, hay varias vidrieras abstractas –muy elegantes, por cierto– que datan de 1960, obra de Jacques Le Chevallier. ¿Serán también arte degenerado? Tal vez los Museos Vaticanos debieran plantearse la purga de buena parte de sus cuantiosos –y rentables– fondos.
Desgraciadamente, ni siquiera la casa, las múltiples casas de Dios, son eternas. El curso del tiempo, la irracionalidad de las guerras y de los individuos, aportan su lamentable huella destructiva. ¿Qué hacer ante una vidriera del siglo XIII o XIV que desaparece irremisiblemente: conservar el vano como un enorme grito silenciado o intentar que la belleza del templo no sea un trilobite requetemuerto y seco, sino un diálogo con los humanos de ayer y de hoy? Tal vez en estos términos pudiera plantearse un debate sensato y civilizado. Pero farolear con la peligrosa baraja del arte degenerado supone volver a las cavernícolas guerras de religión, a los repulsivos interrogatorios inquisitoriales, a la quema de Servet, a las inmundas masacres en nombre de Dios, a los procesos de Copérnico o Galileo, a la tierra y el encefalograma planos. Perdónalos, Señor, porque no saben lo que dicen.

El silencio y la tormenta, 26.09.07

En apenas unos días debería cumplir 75 años, pero su voz se extinguió apenas alcanzó los 30. Su nombre era Sylvia Plath, y sus libros –también, tal vez, su biografía– hicieron de ella una de las poetas más influyentes del siglo XX.
Para algunos parece incuestionable que la sociedad norteamericana de los años 50 era una sociedad sin tacha, a pesar de los retratos de Dos Passos, Williams o Faulkner. Tras la guerra, las expectativas de prosperidad se traducen en un optimismo que impregna los más insignificantes aspectos de la vida cotidiana; un optimismo que incluso se exporta como enseña de identidad al exterior. Así es como se promueve una visión idílica de lo público y lo privado que excluye el florecimiento de ejemplares inadaptados a la espléndida bonanza circundante. La alambicada personalidad de la poeta Sylvia Plath puso en tela de juicio un sistema ideal de familia y sociedad que en términos prácticos sólo fue apto para inmortalizar el periodo más brillante del cine americano.
Su acartonado ambiente doméstico y la pérdida de la figura paterna –hacia la que Sylvia en sus Diarios manifiesta una ambigua tendencia edípica- son dos de los factores más influyentes en el carácter de la escritura de Plath. El molde educacional en que la poeta creció configuró una apariencia serena al exterior que coexistía con una turbadora torrencialidad interior. En esta paradoja de difícil resolución se incubó una intensa depresión y un primer intento de suicidio, a la edad de 21 años. El suceso en sí y el posterior tratamiento, a base de inacabables sesiones de psicoterapia y electroshock, constituyó un episodio que por fuerza había de dejar un rastro perdurable en la obra y el decurso vital de la escritora. En Campana de Cristal, su más relevante obra en prosa, Plath aborda descarnadamente aquella prematura cita a ciegas con la muerte. Campana de Cristal es, en realidad, una novela autobiográfica que, bajo el pseudónimo de Victoria Lucas, se publicará de forma irónica en el mismo año de su segundo –y esta vez exitoso– flirteo suicida. Escudada tras el ficticio personaje de Esther Greenwood, Sylvia se autodisecciona en el carácter de una joven estudiante con ambiciones literarias pero desgarrada interiormente por conflictos relativos a la moral, la conducta y la identidad.
Sylvia Plath ha sido propuesta a menudo como referente de tendencias feministas no siempre bien concebidas; pero la personalidad de la escritora, aun en su pertinaz búsqueda de intensidad intelectual y sexual (lo que sin duda contribuyó a su localización posterior entre las hordas más radicales del cromosoma XX), sufría en realidad un importante desajuste anímico, producto del desencuentro entre lo teórico de sus aspiraciones y el modelo crisoelefantino de mujer ensalzado por su época, al que ella misma tampoco quiso sustraerse. En este sentido, poemas como “Dos hermanas de Perséfone” ejemplifican esas dos vertientes contradictorias aunque confusamente coexistentes: la fémina intelectual que es “oruga de esposa, no mujer aún” frente a la “novia soleada que fértil crece rápida”. En su alianza con Ted Hugues (poeta a quien conoce estando becada en la Universidad de Cambridge y con quien se casa precipitadamente en 1956) persigue Sylvia la realización de ese ideal imposible de confluencia de ambas facetas. Y, por supuesto, la posibilidad de tener hijos, su otra gran obsesión. Cinco años más tarde, la escritora ha alcanzado por dos veces los frutos de la maternidad, pero cuenta también en su haber con un aborto y con un matrimonio fracasado, dada la dudosa calidad de la afectividad de Hugues, sospechosamente reavivada años después ante la perspectiva de lucrarse con la publicación póstuma de la obra de su malograda ex-esposa.
Ante la crisis, Sylvia se vuelca en sus hijos y en la creación; la capacidad de alumbramiento deviene criterio estético: “la perfección es espantosa, no puede tener hijos”. La poesía de Plath comienza a tornarse compulsiva al tiempo que profundamente especular: los poemas se suceden rápidos (incluso uno diario, siempre de madrugada, antes de que sus hijos se despierten) y las palabras devuelven multiplicado el reflejo de su insatisfacción ante la feminidad. No en vano Philip Larkin la llamaba “poeta del horror”…
A comienzos de 1963, Sylvia Plath decide romper definitivamente con su entorno. Como ya conoce la escasa efectividad de los somníferos, se decanta por una opción cómoda y segura: el gas, que inhala hasta morir en la cocina de su casa. Un final extrañamente silencioso para una voz poderosa de tormenta.

Arte y amor, 19.09.07

Vissi d’arte, vissi d’amore,
non feci mai male ad anima viva!
Con man furtiva
quante miserie conobbi aiutai.
Sempre con fè sincera
la mia preghiera
ai santi tabernacoli salì.
Sempre con fè sincera
diedi fiori agl’altar.
Nell’ora del dolore
perchè, perchè, Signore,
perchè me ne rimuneri così?
Diedi gioielli della Madonna al manto,
e diedi il canto agli astri, al ciel,
che ne ridean più belli.
Nell’ora del dolor
perchè, perchè, Signor,
ah, perchè me ne rimuneri così?

Viví para el arte, viví para el amor. Nunca a nadie hice daño. Con mano furtiva intenté ayudar a quienes lo necesitaban. Ofrecí mi canto al cielo, a las estrellas, y entonces sonrieron llenos de hermosura”. Qué gran verdad. Probablemente no haya aria con que mejor se la identifique, que mejor la defina, ni a la que nadie haya entregado tanta pasión. De haberla conocido, Puccini habría indicado sin dudar que Floria Tosca, la menuda pero ardiente mujer que protagonizaba su pequeña ópera-joya, debía ser ella. Naturalmente: Maria Callas.
En 1953 se realizó una grabación de Tosca en La Scala de Milán, bajo la impecable batuta de Victor de Sabata. Cantaban Maria Callas (Tosca), Giuseppe di Stefano (Cavaradossi) y Tito Gobbi (Scarpia). Ha pasado más de medio siglo y esa grabación, en su conjunto, no ha sido aún superada. Es cierto que, a pesar del enorme Stefano, ha habido otros Cavaradossi enormes (varios de ellos españoles, por cierto: Fleta, Carreras), y por supuesto otros Scarpia (aunque lo abyecto del personaje no le granjee especiales afecciones). Pero Tosca no ha habido más que aquella pequeña y estremecida Maria Callas, por muchas que después lo han intentado. Y ese Vissi d’arte, vissi d’amore del II Acto ha quedado para siempre en nuestra memoria de melómanos como el testimonio tembloroso, brotado desde lo más hondo del corazón, de la frágil pero intensísima soprano griega. Existe en particular un vídeo de Callas-Tosca en 1956 en Nueva York, en una grabación televisiva para la CBS (
los curiosos pueden verlo aquí) que refleja toda la tensión, el auténtico sufrimiento, el arte y el amor que corrían por sus venas.
Hace tres días se cumplían treinta años de la muerte de “la Callas”, aquella muerte extraña y fulminante que la sorprendió desamparada y sola en un París que le era ajeno. Perdida ya la voz, sin apenas nadie que realmente la apreciara, Maria se apagó en su habitación en tan sólo unos minutos. Su cuerpo fue incinerado y, tras una breve desaparición de la urna fúnebre, sus cenizas fueron arrojadas al Egeo: la Callas siempre fue una isla, y era lógico que retornara a un mar de islas, que además era el suyo.
El amor que con tanta pasión cantó siempre le fue esquivo. Ni siquiera su madre recibió su nacimiento con alegría: en lugar de un varón llegó aquella chiquilla que, con los años, se haría poco agraciada, en especial por su miopía y su gordura. Los desprecios contra ella parecieron prodigarse. Sólo su voz la salvó de ser un mero mueble en casa: las posibilidades crematísticas de la garganta de Maria pronto fueron rentabilizadas. La infancia de Callas no fue infancia, y así llegó a decirlo en público, negándose incluso a volver a ver a su madre cuando la cantante aún no había cumplido los treinta (algo que en 1956 le costó una demoledor reportaje en la revista Times, donde se la acusó duramente de falta de amor filial).
Tampoco en las relaciones de pareja fue afortunada la griega. Tras un primer matrimonio de apariencia conveniente, con un adinerado empresario tres décadas mayor que ella, su gran e imposible amor fue durante años Aristóteles Onassis, que acabaría dejándola para casarse en 1968 con Jacqueline Kennedy. Ese golpe moral coincidiría con la plena fase de decadencia de su voz… y con el inicio de la más abrupta soledad. Maria Callas nunca dudó en confesar abiertamente sus sentimientos de abandono, de aislamiento, de desamor, de decadencia; hay amargos párrafos enteros al respecto recogidos en el angustioso libro Callas, que John Ardoin y Gerald Fitzgerald publicaron poco antes de la muerte de la diva.
Sin embargo, años atrás su estrella brilló como ninguna. La gran Elizabeth Schwarzkopf llegó a decir, tras presenciar la primera Traviata de Maria en el Arena de Verona, a comienzos de los 50, que nunca más volvería a cantar el papel de Violeta porque Callas lo encarnaba con absoluta perfección. En el Metropolitan, y aun después de la incendiaria portada del Times, Callas-Norma salió a saludar dieciséis veces. Su arte –porque Callas no sólo era una voz– jamás ha sido discutido. Quién podría. Tal vez su arte fue el gran amor de su vida, y Maria, la niña triste, apenas se dio cuenta.

Masa y críticos, 12.09.07

En estos días ha muerto Luciano Pavarotti, el amigo Tutto, como por error le llamaban unos cuantos “despistados” a raíz de la aparición de aquel recopilatorio –Tutto Pavarotti– de algunas de las más populares arias de ópera para tenor alumbradas en su día por Puccini, Mascagni, Massenet, Giordano, Bizet y compañía. Vaya por delante que nunca fui yo una de sus más fervientes partidarias, a pesar de que –esto es innegable– la voz del italiano era muy bella de natural. En realidad, nunca me agradaron demasiado los montajes aquellos de “los tres tenores” –creo que desde entonces muchos aficionados a la música los “enfilaron” a los tres por igual–, que desembocaron en una serie de subconciertos y discos populacheros de muy dudoso gusto, a pesar de –o precisamente por– encabezar durante semanas esas denigrantes listas de los superventas. De aquellas descerebradas giras esencialmente crematísticas –democráticas, según algunos– se resintió mucho la voz de Pavarotti, que dejó resonar su famosísimo y espeluznante gallo en La Scala, más vergonzante en su caso que la más estruendosa ventosidad, y que ningún carismático pañuelo fue capaz de disimular. En todo caso, hay que admitir que, del célebre trío de marras, Pavarotti fue siempre el más sencillo, también el más comprometido y el más limpio, cantando a favor de la reconstrucción de Sarajevo en tanto Carreras se había entregado a las turbias implicaciones de su enfermedad y Domingo se ocupaba, y aún persiste (a pesar de su evidente artrosis profesional), en seguir “influyendo” en los elencos de alguno de los escenarios operísticos más codiciados del mundo.
Pero si algo me interesa hoy en especial de todo este tinglado es justamente la asunción de la muerte y transfiguración de Pavarotti, a manos de la “masa” y a manos de la crítica. La conversión o no en un clásico del muerto ilustre queda ya al albur del tiempo, dado que público y críticos han tomado caminos divergentes. Si decenas de miles de admiradores han querido acompañar el féretro en la sobria ceremonia de despedida, el ámbito operístico ha mostrado un comportamiento glacial, específicamente en lo que a cantantes se refiere, con una ausencia más que generalizada de los más y de los menos grandes; sólo Mirella Freni, partenaire habitual del tenor en tiempos mozos, ha llorado a Pavarotti públicamente. La crítica se ha dejado caer con toda su crudeza sobre el cuerpo y el alma aún calientes del de Módena, despellejándole sin compasión; “analfabeto musical”, “falto de profundidad” y “arrítmico” son algunos de los piropos más suaves que se le han dedicado en estos días. ¿Qué pasará al final? ¿Quién ganará la lid? Todo apunta a que dentro de veinte años será difícil encontrar grabaciones del tenor italiano, porque las nuevas mafias de la música así lo querrán y porque la masa, en definitiva, no compra Turandot, por mucho Nessun dorma que le echen.

Otros ruedos hay en que críticos y opinión popular corren más acordes. En general, es difícil que no haya quórum a la hora de pedir sangre a espuertas en los espectáculos, que el líquido y rojo elemento alegra el corazón, mucho más que el vino más caliente. Aterradita me he quedado al ver las fotos y los textos en torno a ese supuesto nuevo mito del albero, José Tomás: aquel hombre como un auténtico Ecce Homo, sangrando por todos los orificios de su cuerpo torero y sin embargo sosteniendo el estoque como si le fuera en ello la vida. El viejo lema “pan y circo” que durante siglos ha desacreditado a los romanos revive con todo su esplendor en estos nuevos tiempos de decadencia –ni siquiera imperial– en que España lo reescribe bajo una fórmula postmoderna y no menos devaluada: “Pans and Company”, digamos. Pan sanguinolento para una company de aficionados ansiosos de glóbulos rojos a las cinco de la tarde y de unos críticos taurinos que, remachando la barbarie, dicen que el nuevo Mesías viene a salvar la fiesta de tal guisa. “No quiere morir, sólo ser perfecto”, sostiene Miguel Mora en El País; y el tío lo escribe tan fresco, con la cruenta imagen del diestro a todo color en el costado, pa’ que se le vean bien los estigmas al doliente, cogido por dos veces pero aguantando en pie como un machote y con mirada vagamente enajenada (o tal vez sólo mareada por la pérdida salvaje de hematíes). Malo el desacuerdo entre las querencias del público y la crítica, pero cuando los intereses de ambos esdrújulos confluyen… es hora de temernos el regreso a las cavernas.

Las vergüenzas de la Nacional, 05.09.07

Parece que la más nacional de nuestras bibliotecas patrias se ha empeñado en mostrarnos sus vergüenzas y surtirnos con chascarrillos constantes acerca de sus deshonrosas menudencias. La verdad es que todo comenzó, como siempre las cosas, por el principio: en el principio no era el verbo, sino la rosa; quiero decir –no nos metamos en jardines–, la rosa Regàs. Con el ominoso nombramiento se inició un periodo aún más siniestro de nuestra digna institución, que se sumaba a su proverbial y ya clásico –en España estos asuntos suelen ser un clásico– mal funcionamiento. De modo que a los obstáculos para el préstamo y disfrute (carné y sólo un folio y un lápiz), los precios abusivos de fotocopiado y microfilmación, la arbitrariedad en la reproducción de ejemplares (si ibas por la mañana te decían que no, si volvías por la tarde te decían que sí), se añadió la turbia personalidad de una directora que mejor hubiera hecho quedándose en casa escribiendo… a poder ser, por favor, sin trascender la más estricta intimidad.
Doña Rosa no tardó en dar la primera campanada intentando retirar la estatua de Don Marcelino Menéndez Pelayo de su emplazamiento habitual en el vestíbulo bibliotecario. Doña Rosa, insigne autora de Luna lunera, se sentía molesta con la presencia del rancio don Marcelino, a pesar de que en el fondo le caía bien porque había escrito “aquello de los Heterodoxos”; había que desratizar, pues, el vestíbulo, que ya se había encargado la interfecta de atornillar unas placas doradas pero discretitas con los nombres de unos republicanos que por allí pasaron. Por si estos dislates no eran suficientes, la egregia directora entusiasta de la III República –no sé por qué no se me arregla llamarle escritora– nos ha ilustrado repetidamente con delicados brotes de su arriate intelectual, tales como afirmar que la democracia inglesa lleva funcionando 800 años (¡¡!!). También de su refinado intelecto han surgido caras y ridículas iniciativas como “Don Quijote hip hop”, cuando necesidades más prioritarias de la Biblioteca han sido desatendidas por supuesta carencia presupuestaria (mejor no hablar de las conferencias de amigos con post-cena en Nicolás pagada por el españolito y las tres secretarias y los cinco chóferes). Y sin embargo, no contenta aún, la superdirectora –“no la toques ya más, que así es la rosa”– se va dejando buen sabor de boca: unos valiosos mapamundis robados de unos incunables prestados al tuntún y varios ejemplares a los que –ahora empiezan a percatarse– se les han arrancado las hojas. Eso sí, la web de la Biblioteca reza en su cabecera: “Custodiamos todos los libros”. Menuda broma. Así que no se entiende que el nuevo ministro-orquesta de cultura, César Antonio Molina, diga que Rosa Pedrisco no ha hecho nada en estos años: vive Dios que ha hecho, y si no la defenestra a tiempo… la Nacional acaba como la de Alejandría, tirando humo y llenando de carbonilla las mesas del Gijón.
Estas zarandajas de nuestro amado país siempre acaban conduciendo a la misma reflexión: ¿a quién debe encomendarse la gestión de determinadas instituciones, esencialmente de las relacionadas con el patrimonio cultural? ¿quién debe ser, por otra parte, el que designe los altos cargos de estas instituciones? Sin duda resulta lamentable que los puestos institucionales de dirección se hayan convertido en recompensa que los políticos en ejercicio arrojan a sus perros más fieles y de lengua más pastosa. Tiene su lógica que un ordenanza tenga que prepararse un temario de oposiciones para abrir y cerrar una puerta y que un director de no-sé-qué-tinglado pueda ser el más burro de la clase, ¿acaso no? A ello se suma la ya añosa polémica entre la gestión y la intelectualidad: los “gestores” –habitualmente economistas– se empeñan en tratar los recursos patrimoniales como chorizos al por mayor, porque no aprecian la diferencia entre un incunable y un pedazo de chatarra –salvo que la chatarra se vende mejor–. En el polo opuesto, los “intelectuales” –dejando a un lado que en este siglo no existen, porque los pocos que había se están muriendo– carecen en ocasiones de la formación específica para afrontar las obligaciones de unos cargos que conllevan múltiples implicaciones (ser un infraescritor o un pesebrero no faculta para dirigir una biblioteca or whatever, por más que haya quien piense lo contrario). Si a ello añadimos la escasa consideración que puede alcanzar el patrimonio cultural en un país donde se tira a las cabras desde los campanarios mientras algún que otro político jalea… pues ya tenemos el puzzle completo.
Entre tanto, lo de siempre. Las bibliotecas extranjeras –no digamos las norteamericanas– nos dejan en pañales en lo que respecta a calidad de custodia, digitalización y préstamo. Pero aquí todos tan contentos, porque Spain is different y en eso radica nuestro encanto. Así que si alguien tiene echado el ojo a la editio princeps del Quijote, que se anime y trinque: ningún director “jasp” le va a salir al paso
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