Patinir y su secreto, 27.06.07

No puedo dejar de sentir cierta melancolía –egoísta melancolía– cuando pienso en la maravillosa exposición temporal que el Museo del Prado inaugurará en la próxima semana. La populosa exposición del Prado robará su callado misterio, su silente presencia, a uno de los artistas más impresionantes y al tiempo más discretos de nuestra gran pinacoteca. Una pérdida, la de su privacidad, seguramente irreparable. Durante tres meses –julio, agosto y septiembre– podrán contemplarse en Madrid veintidós cuadros de quien hasta ahora era, venturosamente, un práctico desconocido: el pintor flamenco Joachim Patinir, que vivió su –para nosotros hoy- enigmática existencia a lo largo de los años comprendidos entre 1480 (tal vez 1485) y 1524. Una vida demasiado corta para un arte demasiado extremo, demasiado subversivo por su deslumbrante intimidad.
Patinir era como esa carta robada de la que hablaba Poe: a la vista de todos y sin nadie percibirla. De tablas no excesivamente grandes, sus pinturas recoletas cuelgan junto a las obras de los más admirados; pocos se percatan de que Patinir esta ahí, vagamente suspendido junto a ese gran Bosco que atrae todas las pupilas, todas las exclamaciones. Lo mismo le hubiera pasado a un pequeño Vermeer junto a la caníbal Mona Lisa antes de las películas de Hollywood y de las grandes exposiciones de los últimos –verdaderamente últimos– años.
En realidad, Vermeer y Patinir son de algún modo parecidos: ambos ponen al revés el mundo, ambos emplean códigos inusuales en su época, ambos transmiten algo distinto de lo que parecen narrar sus cuadros. En las fantasías fastuosas de El Bosco lo importante es el detalle. En las historias minúsculas y misteriosas de Patinir, en cambio, lo trascendente es lo que no se ve, lo que aparece en su inocencia más desnuda. Por eso Patinir les gusta tanto a los poetas. Y a los buenos pintores, por supuesto.

Nuestro pequeño Bartleby de la pintura (el retrato que de él se conserva, originalmente realizado por Durero, nos hace pensar en un hombre menudo, casi enjuto), nuestro escurridizo personaje cuya notable oscuridad ha inspirado incluso una mediocre novela de suspense (El secreto del Maestro Joachim, de Sigrid Heuck, que por el momento no ha suscitado la necesidad de traducirla al español) no parecía ser tan huidizo en su propia época. El arte de Patinir era muy apreciado, a juzgar por la minuciosidad de sus tablas y por la categoría de quienes le hacían encargos, también por la elevada cantidad de imitaciones de que fue objeto. Los cuadros de Patinir que hoy posee el Prado fueron un capricho personal de Felipe II, el rey que adoraba al Bosco y a Tiziano y que tanto hizo sufrir al Greco.
Del maestro Joachim se dice que fue el inventor del paisaje. Algo que no es del todo cierto: no hay más que echar un vistazo a ciertos mosaicos de la Antigüedad. Pero es verdad que en un tiempo en que los fondos eran de cartón piedra, en que interesaba enfatizar los retratos de los mecenas poderosos o bien las cultas escenas mitológicas o incluso religiosas que costeaban los nobles, los reyes y los papas, Patinir hacía figuras de cartón piedra contra un fondo esplendoroso. En su tabla dedicada a la Huida a Egipto, la escena de la huida es insignificante, devorada por un paisaje exuberante… e irreal. Un paisaje humboldtiano, tan excesivo como presto a la exploración, al descubrimiento. Y, a la vez, en espíritu, un paisaje sencillo, esencial, que encarna la labor callada, eterna e inmutable del Mundo frente a la búsqueda afanosa del existir del Hombre.
En la sala silenciosa y habitualmente solitaria en que se exhibe Caronte cruza la laguna Estigia, la tabla emana un azul espectacular. Es un color que no existe más que el frágil territorio de los sueños. El poder implacable de Caronte, maestro de ceremonias de la muerte en su leve barca como una cáscara de nuez, nada puede contra el secreto inexpugnable del pintor de Amberes: su arte azul, su poesía, su misterio, es superior a la fuerza arrasadora de los siglos.

Clayderman forever, 20.06.07

Llevo ya dos semanas intentando escribir de arte del bueno –les juro por el perro socrático que tengo presente el objeto de mis desvelos en la cabeza– pero la vida sigue empeñándose en ponérmelo difícil: el arte oficial, el arte institucional, el arte con mayúsculas (porque el auténtico, el bueno, desdeña la caricia capciosa del poder y es minúsculo y tímido por naturaleza), monta demasiada algarabía como para permitir que nos ocupemos de algo que no sea su pompa y circunstancia; de modo que allá vamos.
Acaban de darle el Príncipe de Asturias de la Artes –sí, de las Artes– a Bob Dylan. Los jurados de la cosa han esgrimido como excusa para dejar a un lado a Maria João Pires, a Frank Gehry o a Rafael Moneo que Dylan ha sido el “faro de una generación”. Ahí queda eso. Mi corazón palpita cuando las instituciones se ponen poéticas (y últimamente lo están haciendo más de la cuenta). Desconozco la generación concreta a que estos jurados se refieren. Tal vez sea la generación de aquellos que hoy dicen que corrieron delante de los grises cuando realmente sólo los veían de lejos o se tomaban con ellos unos chatos o incluso los tenían en la familia; tal vez sea la generación de los que nunca estuvieron en París en el 68; tal vez sea la generación de aquellos que no entendían las canciones de Bob Dylan (entre otras cosas, porque los ladridos de Dylan apenas los descifran los angloparlantes, y porque además hablaba de unas cosas que en España ni fu ni fa); tal vez sea la generación de los que por aquellos años pensaban que había que combatir las opresiones de la dictadura para acabar cayendo años más tarde en la explotación de sus propios empleados con contratos basura, en la especulación más sonrojante, en las declaraciones fraudulentas a Hacienda Somos Todos Menos Yo, en la vergonzosa usurpación del trabajo intelectual de sus subordinados… Si esta es la generación de la que hablamos, mejor estaríamos hoy si el faro se hubiera ido a negro.
Y qué decir de los profetas que nos ilustran sobre la magistral poesía de Bob Dylan, tal vez por ser la única que leen. Ahora hemos descubierto que Mr. Tambourine es el poeta del siglo XX, que no hay ni ha habido nadie como él. Pessoa, Auden, Ungaretti, Bachmann, Celan, Pound, Aleixandre… a ver si os enteráis de que toca retirada. Dylan ha matado a los poetas de verdad, como el vídeo a la estrella de la radio. Cerremos el quiosco, dejemos de leer, dejemos de trabajar a conciencia las palabras, dejemos de invertir años en formación y estudio; cojamos una armónica desafinada y echémonos al monte, digo al metro: con el tiempo seremos objeto de la utópica nostalgia de la masa y cuando lleguemos a millonarios el gobierno de turno nos regalará 50.000 euros del contribuyente para gastar en bagatelas (o ya puestos, en un piscolabis en la masía de Adriá, otro excelso artista de la contemporaneidad).
Por mi parte, y desde mi modesta posición de ex-poeta damnificada por Bob Dylan, me atrevo a sugerir al comité del Príncipe de Asturias para el próximo año una candidatura que en absoluto me parece que desmerezca de los premiados en algunos de los últimos años: la de Richard Clayderman. Quién no recuerda su cándida sonrisa, sus ojos azules, su rubia melena, su piano blanco –un piano blanco siempre mola más que una armónica cutre–, sus encantadoras melodías. Este sí que fue luminoso faro de una generación, al menos en España. Los de Renault -Francia siempre avant-garde– ya se han dado cuenta de ello, y espero que los del Príncipe de Asturias no se dejen comer la tostada y pierdan comba.
Las generaciones, todas, precisan de “faros” que iluminen el conocimiento, el arte; el arte que participa del esfuerzo –concepto cada vez más desprestigiado–, de la humanitas, de la ética, del poso perdurable en la intelectualidad humana en cualquier tiempo, de la conciencia, del estudio. Todo lo demás no es arte, no es cultura… es espectáculo. Pero es obvio que la infección se extiende: the show must go on.

Feria de vanidades, 13.06.07

Pues ya ven. Resulta que la semana pasada prometí que hablaría sobre arte del bueno, sobre arte de verdad, y he aquí que en el camino se me ha cruzado algún viaje extraño junto con vivencias turbadoras que me han disuadido –sólo por el momento, por supuesto- de mis intenciones iniciales, básicamente por el peculiar estado en que se hallan mis meninges. De modo que el día de hoy se me antoja de humana banalidad –proclive a la más elevada filosofía o bien al más burdo chascarrillo, según se mire-, y nada mejor para ello que fijarse en ese magno acontecimiento de las letras españolas que es la Feria del Libro de Madrid, y en particular en algunas de sus más mediáticas manifestaciones: la firma, la anhelada y/o detestada firma de ejemplares.
Como es sabido, todo Via Crucis tiene sus estaciones, y las inevitables de la Feria son las casetas en que un autor –un autor venerado (no necesariamente venerable)– se ocupa durante horas en aquello de garabatear las páginas primeras de sus obras con dedicatorias para personas que no conoce. A mí, tímida de natural, las turbamultas en torno a los nombres sagrados de nuestras letras me infunden tanto miedo y respeto como el contacto con la divinidad, así que procuro no acercarme a los corrillos en que lectores devotos e inocentes aguardan su turno de sobacos ilustrados, con su volumen bajo el brazo en espera de la sonrisa y las palabras espirituosas del chamán de turno.
El fenómeno de la firma tiene su enjundia y su proceso, no crean ustedes otra cosa. Cuando el autor es joven –y, si tiene suerte, firma en la Feria de su pequeña ciudad– lo de la caseta y las horas de espera le parece incluso deseable. Seis ejemplares vendidos y firmados al cabo de tres horas -en un entorno un tanto desolado con un par de sillas de plástico- suponen todo un triunfo, y a lo largo de ese tiempo el autor se afana en ser amable con cada lector –aunque a alguno ya lo conoce de sobra– y en preguntarle todos los detalles posibles acerca de su vida y ocupaciones, por reintegrarle de algún modo los diez euros que el curioso acaba de invertir en su novela o poemario. En el caso de los jóvenes que llegan a saltar a la capital, puede ocurrir que les aqueje un primer impulso de rebeldía antisistema; a los que sobreviven a semejante sarampión, el propio sistema los recicla y los integra en su circuito habitual de firmas, “bolos” y demás; al que no sobrevive, la industria literaria se encarga de fagocitarlo y desaparecerlo en menos que canta un gallo. Estos ejemplares supervivientes por obra y gracia de la selección natural devienen cepas altamente resistentes a todo tipo de envites, de forma que prestos se acostumbran incluso a aquello de lo que abominan. No es extraño entonces asistir a conversaciones de escritores “consagrados” –y ya alejados de los tiernos pero arduos e ingenuos años mozos– en que los interfectos admiten que lo de la firma –ahora multitudinaria– no les gusta un figo, pero que hay que tragar, porque la hipoteca del piso caprichoso y las exigencias del mundillo cool –a los intelectuales también nos late el corazón– tienen su INRI. Específicamente su INRI.
Hace sólo un par de días leía en El País algunos pormenores acerca de la “trastienda” de la caseta de firmas de Almudena Grandes, y me quedaba un poquito estupefacta. Decía la bella que tenía una leyenda que repetía en todos sus ejemplares de El corazón helado: “con la esperanza de que te caliente el corazón”. Imprevisible… y muy, muy literario, quién lo duda. También manifestaba la doña que a los lectores que le caían gordos –la grande Almudena hasta se permite tener lectores que le caen gordos, no se lo pierdan– les escribe sólo “Afectuosamente”, como Borges hacía. Lástima que en este asunto las cosas estén invertidas: los ciegos son los lectores y la autora no es precisamente Borges. En fin.
O sea que si se acercan a Madrid y se pasean por la Feria de las Vanidades Literarias, tengan cuidado, no haya algún escritor que les dedique un libro con afecto. Vayan a lo seguro, que es comprar sin preguntar por el autor; hay pocos que valgan más que sus libros, y en este último caso… es obvio que es también mejor no conocerlos.

Astracanadas, 06.06.07

Ya está aquí, ya nos cayó encima, ya estaba tardando demasiado. Su ciclo quinquenal habitual –que es el mismo que el del paludismo, por si no lo saben– ha llegado a su debido término: la nueva astracanada de Damien Hirst, el niño mimado del BritArt desde que Saatchi posara en él sus ojos de caja registradora –aunque luego se acabaran tirando las polveras–, uno de los artistas vivos más enriquecidos del planeta a sus 42 años, está en bandeja. Después de sus fotos con los muertos y el tiburoncito en formol –que, por cierto, se le está descomponiendo al insensato que no dudó en pagar por él 10 millones de dólares–, Hirst nos deleita con una calavera forradita de brillantes que ha llamado Por amor de Dios. Y tanto. Por lo que parece, la calavera, que es auténtica, perteneció en vida a un buen hombre que andaba pululando, ajeno a su estrambótico destino, allá por el siglo XVIII. La obra –que, la verdad, es un rato fea– tiene hasta las muelas empastadas de diamantes, y un pedrusco gordo en plena testa, como si de un cíclope hortera se tratara. Imaginemos a un nuevo Hamlet con el engendro en la mano y preguntando aquello de “comprarla o no comprarla: esa es la cuestión”. Eso sí, de decidirse, el de turno habrá de pagar 72 millones de dólares; alguno picará, seguro. Está claro que algo huele a podrido en ciertos ámbitos del arte contemporáneo. Hirst, que es todo un Midas del estiércol, obtiene con cada expo críticas levitatorias, arrastra consigo un aparato mediático que beneficia a muchos y sin cesar se le sigue incrementando la bolsa. Y todos tan contontos, si me perdonan la errata.

Y por cierto, puesto que hablamos de estiércol, no podemos soslayar la nueva hazaña de Sotheby’s, que lleva la fragante firma de Piero Manzoni: una de sus célebres 90 latas de excrementos propios, debidamente envasados y etiquetados en 1961, acaba de venderse hace escasamente una semana por 124.000 euros. La Tate Modern había pagado 40.000 euros por otra de estas latitas de delicatessen hace algunos años, para escándalo de los contribuyentes, que toleraban mal que se comprara “merda d’artista” (según reza literalmente la etiqueta) con dineros públicos. En cualquier caso, los potenciales interesados deben apresurarse, porque hay noticias de que las latas disponibles son hoy menos de 90: algunas de ellas han estallado –no entraré en detallar las consecuencias derivadas de la explosión de estas conservas de solera–, así que las escasas latas supervivientes adquirirán más valor en el mercado. Algo tendrá la mierda cuando la bendicen.

Otro que viste y calza es Richard Serra, inolvidable autor de aquel montón de escombro arrinconado llamado Splash, que hoy se nos ha puesto literario. Ya saben aquello de Borges, que sostenía que lo que no copiamos de los otros lo copiamos de nosotros mismos. Dicho y hecho: Serra se ha hecho una copia de Equal Parallel, la obra de 38 toneladas “misteriosamente” desaparecida en nuestro Museo Reina Sofía, y la ha plantado en el MoMA. Más chulo que un ocho. El carácter único de la obra de arte es un concepto que hay que deconstruir –esto lo aprovecharía bien Derrida, otro avezado apóstol del vacío–, sobre todo si el concepto nos toca los… bolsillos. Según se apunta, ha sido el Museo Reina Sofía quien, con encomiable sabiduría, ha propuesto al artista la reproducción de la pieza; bien me parece, no podemos dejar que además de los cerebros se nos fuguen de España nuestras obras de arte más insignes. Por otra parte, se comprende que intente evitarse que la execrable manipulación del mercado del arte caiga en manos no autorizadas.
Y entre tanto, Spencer Tunick se ha marcado otra foto con dos mil holandeses en cueros en la ciudad de Amsterdam. No deja de asombrarme que se pueda vivir de esto y sin pegar más palo al agua durante tanto tiempo: quince años desde las primeras tomas en Nueva York, allá por 1992. Qué cosas.

Si para entonces no me he desinflado, a lo mejor les hablo de arte –de arte de verdad– la próxima semana. Menos mal que del otro no entiendo.