Libertad vigilada, 25.04.07

La aristócrata pintora Tamara de Lempicka viaja por primera vez a España. Su pasaporte, caducado, carece de importancia. De dónde viene, no se sabe; dónde nació (¿Polonia, Rusia?), tampoco, y mucho menos cuándo (¿1898, 1900, 1907?); sobre si amó en su vida a alguien no ha quedado ningún testimonio favorable. En contra sí nos han quedado variados testimonios: de aquellos que vivieron de ella, de quienes en algún momento fueron –o parecieron ser– sus amantes, de quienes le extrajeron algún beneficio o al menos lo intentaron, de quienes se dijeron sus amigos, de su primer marido, de su hija. La única certeza, el único dato no manipulado, es que Tamara murió el 18 de marzo de 1980, y que hoy sus cuadros valen más de dos millones de euros.
Tamara de Lempicka llega a España y no sabe lo que le espera. O sí lo sabe. Es tal vez la misma cantinela que la ha perseguido en cada día de su vida. Cuando decidió huir de la Rusia bolchevique y, al parecer, conceder sus favores sexuales al cónsul sueco en Petrogrado para liberar a su esposo de la cárcel, comenzó a fraguarse la leyenda negra de Tamara. Luego llegó la desidia del marido, que en París prefería permanecer sin trabajar; y las pinturas atrevidas de la esposa –mujeres de cubismo voluptuoso, piel de acero, uñas rojas, rostros helados y magnéticos–, con cuyas ventas comían ambos y que, muy poco después, cuando sobrevino la popularidad, les permitían darse la gran vida. Por aquel entonces llegó también la hija, Kizette, que algo más tarde, como buena vástaga de mujer célebre, sintió la nietzscheana necesidad de “matar” a su madre; y ciertamente lo hizo, con un libro de memorias impropio de los dictados de la sangre y la genética.
Tamara acudía a los cócteles de Europa en traje largo, algo que constituía por razones ¿obvias? un auténtico escándalo. Tamara gustaba de la vida lujosa, aunque siempre abominó de las normas burguesas. Tamara se divorció de su holgazán esposo y se volvió a casar con un barón. Tamara coqueteó con el depredador Gabriele D’Annunzio y le dejó con las ganas y dos palmos de narices. Tamara se retrató en un Bugatti verde y se convirtió en un icono de la feminidad más plena y libre. Tamara ordenó que, una vez muerta, sus cenizas se esparcieran en el cráter del volcán Popocatepetl.
Ahora Tamara de Lempicka está presente en Vigo, en una exposición que, comisariada por Emmanuel Bréon, albergará cuadros, dibujos, fotografías y objetos personales de la artista. El diario La Voz de Galicia la recibe con estas gozosas palabras (me remito al burdo artículo “Noches de droga y sexo”, de 22.04.07): “Este escabroso episodio vital, que empuja a Lempicka a una alcoba que no deseaba [se refiere al asunto con el cónsul], probablemente perturbó su equilibrio mental y explica una biografía excesiva”. Buen comienzo: Lempicka, artista de facultades mentales trastornadas. Pero sigamos leyendo: “Son años [los de París] de cocaína y sexo sin complejos, con hombres y mujeres, de suntuosas fiestas que muchas veces, avanzada la madrugada, llevan a Tamara a los barcos atracados en la orilla del Sena, en donde se entrega a rudos marineros, cabareteras y señoras de la alta sociedad parisina”. ¡¡Dioses!! Qué agotador pêle-mêle. Pero no dejen de apreciar el refinado estilo del redactor que, pleno de elegancia, sabiduría crítica y objetividad, se permite rematar sus dislates –indocumentados y tergiversados– de este modo: “para entonces, su vida social ya había corrompido su arte”. Pues mira qué bien.
Así que ya estamos con la vieja copla: nadie se preocupa de la escatológica vida privada de tantos varones creadores, a cuyo genio no “corrompe” su inmoralidad (me viene a la cabeza Francis Bacon y me muero de la risa) pero… ¡ay de la mujer que se atreva a transgredir la norma de la dulce tejedora! Tamara de Lempicka no debiera tal vez haberse molestado en realizar un viaje semejante a nuestro noroeste. O quizá su exposición sea muestra de lo que realmente tenemos en las manos hoy en día: la liberación, no nos engañemos, sólo virtual de la mujer. Pongamos a la obscena Tamara de Lempicka en libertad bien vigilada. Y por si acaso, no se acerquen: mancha.

Ni gracia ni hermosura, 18.04.07

En El asno de oro decía el numidio Apuleyo, allá por el siglo II d.C., que “ya no existe entre las gentes ni gracia ni hermosura”. En aquellos tiempos el Imperio Romano estaba muy malito, y más aún lo estuvo en el siglo III, con una economía y una burocracia lamentables, pero Apuleyo se refería esencialmente a la falta de exquisitez entre sus habitantes: lo que aportaba sostén y fundamento a la civilización occidental –el arte, la literatura, el pensamiento– estaba yéndose al traste porque los moradores del Imperio no sólo tenían problemas económicos, sino también intelectuales, éticos y estéticos.
Si aquello ocurría hace más o menos dieciocho siglos, parece que hoy la situación no ha evolucionado demasiado, y que nos encontramos en un estadio de ignorancia y grosería de la mente que podríamos comparar, siendo benévolos, con la del siglo II; y no me digan que no es triste que, con todo el tiempo transcurrido, nos hallemos en el mismo punto exacto de mediocridad que nuestros congéneres de la estulta raza humana por entonces, más ocupados en cargarse la cultura occidental que en sanearla o reforzarla; algo que se me antoja, como mínimo, vergonzante y digno de flagelo. Así que vamos allá.
Como el ser humano, adoptando una de las premisas más seguras y peligrosas a la vez en el Derecho, no admite nada si no es con pruebas de por medio, ha habido quien se ha puesto a ello, o sea, a probar que el hombre contemporáneo sitúa su sensibilidad ante la belleza allí donde la espalda pierde su casto nombre. El experimento tuvo por protagonista a Joshua Bell, uno de los más (re)conocidos virtuosos del violín (para quienes sepan menos de música y más de cine, Bell dio cuerpo a la BSO de la película de François Girard El Violín Rojo), y la propuesta partió del periódico Washington Post, que acaba de ofrecernos en sus páginas los resultados del invento.

Bell, acompañado de su Stradivarius, se situó en hora punta a la entrada de L’Enfant, una de las estaciones de metro de la ciudad de Washington, y estuvo tocando el violín durante tres cuartos de hora. El programa, obviamente gratuito, incluía piezas impresionantes de Bach (la Chacona de la Partita núm. 2) y Schubert (Ave Maria). La limpiabotas de la estación se quejó de que el ruido del violín le espantaba a los clientes. Un comprador de lotería en un puesto cercano pensó que aquella música le recordaba al momento en que el Titanic estaba a punto de hundirse en la película, y que por nada del mundo pagaría por escucharla. Una transeúnte experta en leyes se puso a calcular que aquella actividad debía de resultar muy poco rentable. Una madre tiró del brazo del niño que quería pararse ante el improvisado violinista. Nadie se detuvo a escuchar un solo compás de la música que interpretaba Bell, a excepción de dos personas: una mujer que le reconoció y que había estado recientemente en un concierto suyo, y un funcionario de correos devoto del violín que, aunque no se percató de quién era Bell, citó su actuación en el metro como lo más maravilloso que le había ocurrido en la jornada. ¿Qué decir del resto de los cientos y cientos de personas que entraron en L’Enfant en ese día? ¿Qué decir de los lectores de la noticia de prensa, que en las ediciones digitales correspondientes dejaron sus comentarios, afirmando –con la alevosía que sólo la ignorancia se permite– que quién se va a parar a escuchar música cuando se va con prisa? ¿Qué decir del propio titular de El País que se ocupa de la cosa, y que reza con absoluta incorrección gramatical “La belleza pasa ‘desapercibida’” en lugar de “inadvertida”?
Si hemos de creer a Kant, la percepción de la belleza se asocia indisolublemente a la posesión de una cierta calidad moral. Los artículos que se han ocupado del “caso Bell” han incidido en la carencia de sensibilidad ante lo hermoso, incluso en la ausencia de una formación musical elemental, pero a mí se me antoja que el problema llega más allá. El “caso Bell” es un ejemplo del deterioro de la moral contemporánea, del desdén absoluto hacia la cultura y los valores humanísticos que ésta comporta. En su último libro Diez razones para la tristeza del pensamiento, Steiner reparte aún más las culpas: “¿Qué turbio mecanismo de envidia subconsciente alimenta la ‘rebelión de las masas’ y la ignorante brutalidad de los medios de comunicación, que han hecho risible la palabra ‘intelectual’?”. Decirse podrá más alto, pero no más claro. Ni gracia ni hermosura. Por supuesto.

Lengua y negocio, 11.04.07

Acaba de decirlo don César Antonio Molina tras el IV Congreso Internacional de la Lengua celebrado en Cartagena de Indias: “Hablar español es un buen negocio”. También ha dicho que pronto seremos quinientos millones los que hablaremos español –el español sólo se puede llamar español sin que nadie se sienta ofendido cuando se sale de los límites de la Península Ibérica– y que nos codearemos de tú a tú con el inglés. Pues mira qué bien. Atentos todos a nuestras cuentas corrientes, que prontito las veremos crecer como la espuma con sólo darle al pico.
Las manifestaciones del Director del Instituto Cervantes, amén de ingenuas y autocomplacientes, pecan de dos de las mayores insensateces que se pueden sostener en estos tiempos sobre el español: una, que cuantos más millones de hispanohablantes seamos más guapos nos volveremos –o sea, la vieja confusión entre cantidad y calidad–; dos, que en ese fastuoso milagro de los panes y los peces –en eso estamos aquí todas las semanas– no sólo nos vamos a llenar los bolsillos –dudoso termómetro del acervo cultural: la aún más vieja confusión machadiana entre valor y precio–, sino que además vamos a dejar a los ingleses –que “por casualidad” han acaparado la lengua tecnológica y científica: esto es, la que da pasta–, en pañales. Me daría la risa si no fuese que, parafraseando al latino, me vence el llanto.
La verdad es que es una pena que se nos siga engañando como a chinos. O mejor, como a hispanos. Y ya que menciono a los chinos, fijémonos en que el chino duplica en número de hablantes al español, con lo que los asiáticos pronto estarán ganando, según los parámetros del amigo César Antonio, el doble que nosotros. Qué rabia. Y encima sin gastarse ni un yuan en ostentosos congresos internacionales… Pensarán ustedes que qué manía tiene una de criticarlo todo, pero es que cuando se calcula la cantidad de millones que tienen que haber circulado en Cartagena de Indias en dietas, desplazamientos y jabonosas pompas varias –algo que no se ha difundido mucho es el “megaconcierto” con que Shakira y otros ilustres emisarios ilustrados, ¡con protección oficial de trece soldados armados!, amenizaron a las vetustas cabezas pensantes de nuestra lengua–, se me ocurre que el español sí que es rentable, pero sólo para unos pocos. Aunque luego, para justificar la hazaña, nos vengan contando la milonga de que todos nos vamos a forrar. Cuando el festejo estaba en vísperas de comenzar, un buen amigo mío, novelista por más señas –Alejandro Gándara–, se refirió a “la cosa” usando la expresión “congresos con lengua”: expresión plena de mala leche y obscenidad, también de acierto.
El español en España, como al principio decía, es una entelequia, un herpes, una calentura que les entra a los apóstoles del asunto cuando hay que sacar subvenciones o costearse un viaje de postín. El español en España es castellano pelado, y si ya no podemos ni siquiera decir Lérida, sino Lleida, si nos avergonzamos de llamar a las cosas por su nombre, si nos privamos de apelar a nuestra lengua con el calificativo que legítimamente le pertenece y la define, ya me contarán ustedes cómo van a incrementarse nuestras exiguas ganancias de hispanohablantes demediados. Todo esto es puro ‘marketing’ –horrible vocablo que figura, por cierto, en el DRAE– de la especie más burda; o por emplear una palabra española que se le parece pero que no designa lo mismo sino algo peor: todo este tinglado se queda en mero ‘mercadeo’ con materias que debieran inspirarnos más respeto. Pero el dinero es el dinero, y la imagen es la imagen, y uno y otra suelen ir, desgraciadamente, unidos.
Y luego está el Instituto Cervantes, pulcro vigía de los intereses de la lengua, con sus designaciones dedocráticas –los próceres del español mudan con las vicisitudes políticas: curioso maridaje– y sus contrataciones precarias en un altísimo porcentaje de sus “empleados”. Pero mejor dejarlo aquí, que estamos en semana de Pascua y no de Apocalipsis
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Gallegos jasp, 04.04.07

Tontos y tartamudos. Según el Diccionario de la Real Academia Española, las acepciones de ‘gallego’ que se emplean en Costa Rica y El Salvador respectivamente son la de ‘tonto’ y ‘tartamudo’. Los políticos, siempre preocupados por nuestro bienestar lingüístico –mejor sería que bajaran el precio del café con leche o que nos subieran los sueldos a tono con Europa–, han decidido llevar la cuestión al Parlamento. En este caso, los del BNG piden la retirada de tales acepciones del Diccionario. La política de día en día “interpreta” –peligrosa palabra en boca de un político– que sus competencias son cada vez más amplias, alcanzando incluso la pretensión de indicar a los hablantes cómo deben o no emplear la lengua. Y así, contrariando todo consejo, el criterio político prevaleció a la hora de dar nombre a la Ley de la Violencia “de Género” (¿?), prevaleció a la hora de utilizar sin desmayo y con notorio mal gusto el “os/as” y quiere prevalecer en su imposición de que los gallegos no sean tontos ni tartamudos en Costa Rica y El Salvador. Esto ya parece más difícil: a ver cómo se lo montan, porque lo que es quitar, lo podrán quitar del DRAE, pero me temo que los costarricenses y salvadoreños van a pasar olímpicamente de los políticos del BNG y seguirán hablando como les dé la gana (por otra parte, en el Diccionario Universal Portugués, ‘gallego’ significa ‘ordinario’ o ‘grosero’, y ahí el BNG no pinta nada). De todo esto se deduce que tenemos una Academia Española de la Lengua que se supone que debe encargarse de las cuestiones lingüísticas pero que, sin embargo, no resulta debidamente “jasp” –jóvenes ya sabemos que no son los académicos, pero empieza a cuestionarse que se hallen suficientemente preparados–. La RAE empieza a parecerse a los consejos de ancianos de las antiguas civilizaciones en decadencia, que se mantenían por aquello de la cortesía pero que en la práctica política ni pinchaban ni cortaban.
En cualquier caso, no es de extrañar que mis pobres gallegos se quejen, que piensen que existe un pérfido complot contra ellos. El lunes abro, entre otros, El País y me encuentro con un titular en la páginas de Cultura: “Eduardo Lago gana el Premio de la Crítica por Llámame Brooklyn”. Hasta donde conozco en materia de cultura, tengo constancia de que “el Premio Nacional de la Crítica” es en realidad “los Premios Nacionales de la Crítica”, es decir, Premio de Narrativa y Premio de Poesía. Si me dejo llevar por la intuición, deduzco que el premiado Eduardo Lago –escritor de dilatada trayectoria– lo ha sido en la modalidad de Narrativa; como me falta la mitad del cuadro, empiezo a leer y ahí se encuentra, agazapada, la premiada de Poesía: Julia Uceda, sevillana de origen pero ferrolana de adopción. En realidad, yo ya sabía lo de Uceda –y lo de Lago– incluso un poco antes de ayer y por otras vías, pero a lo que aquí voy es a que la poesía sigue sin tener glamour. Lago vende y Uceda no, Lago merece titular y Uceda con redonda pequeñita va que arde. Eso le pasa por ser poeta y vivir en Galicia; y, para colmo, el libro premiado se llama Zona desconocida: ¿qué pretende, entonces? (Otra cosa aún es que El País no haya dicho nada de nada de los Premios de la Crítica hasta hoy, cuando debiera haberlo anunciado, y con más fasto, ayer, pero esto es también otra historia, y no quiero irme más por las ramas, que bastante me estoy yendo ya).
Decía, pues, que Julia Uceda, Premio Nacional de Poesía en 2003, fundadora del Esquío, poeta de la ética y de la preocupación lingüística ya desde su libro primero, Mariposa en cenizas (1959) hasta este último Zona desconocida (2006) –título que toma de Internet–, tampoco es chica jasp para las páginas de El País. ¿Qué deberíamos pensar? Sobre Galicia, la lengua y la mujer, seguro que nadie mejor que el Parlamento nos puede dar la solución.