Cultura XXL, 27.12.06

Una vez más, estamos terminando el año, y se acumulan fechas de reuniones y comidas, muchas comidas –también cenas–, todo ello aderezado con múltiples buenos deseos. No seré yo quien contradiga al común de los mortales y sostenga que tales placeres y concordias debieran moderarse, pues nunca faltará quien piense que formo parte de esa horda cada vez más numerosa de los “antinavideños”. Si pertenezco o no es otra cuestión –allá cada uno con sus sensateces y otras hierbas–, pero lo que es innegable es que las fechas se presentan de lo más propicio no sólo para comer, sino también para reflexionar sobre lo que comemos.
Decía Ludwig Feuerbach, con frase tan atinada como cruel, que el Hombre es lo que come. No le faltaba razón, y mal en verdad debemos de estar comiendo a juzgar por lo que se detecta en derredor. No me refiero en exclusiva a los ya tópicos excesos materiales cometidos por el impropiamente llamado “mundo civilizado” durante las fiestas de Navidad –excesos que comprenden innúmeros banquetes pantagruélicos de escaso buen gusto, consumo desaforado de todo tipo de bienes, incontrolables desmesuras viajeras, fiebre colectiva por determinados juegos de azar más propios de épocas irracionales y pretéritas–; excesos que por otra parte no sólo constituyen un pésimo ejemplo para las generaciones más jóvenes de nuestro privilegiado hemisferio, sino también un factor de irritabilidad añadido para la que Gaggi y Narduzzi han llamado en un reciente y clarividente ensayo “sociedad del bajo coste” (o sea, ese creciente segmento de población que no puede acceder a estas ostentosas delicatessen que se permiten las clases más acomodadas de nuestra sociedad, y que cada vez se encuentra más distanciado de ellas y, en consecuencia, más cabreado)… por no pensar en todos aquellos que en otros “mundos” las están pasando realmente canutas y diñándola a mansalva.
Pero no. Decía que no me refería en exclusiva a estos excesos materiales sino a otro tipo de alimentos: “los alimentos del alma”, si me permiten que me ponga cursi. Como esto no es una columna sociopolítica sino cultural, lo que a mí debe preocuparme es el precario alimento intelectual del mundo occidental y, si me apuran, de los españoles. De modo que vuelvo a Feuerbach y al pesebre espiritual. Hace no demasiados días el hispánico Ministerio de Sanidad se ha pronunciado contra el anuncio televisivo de una hamburguesa gigante “XXL” por ser dañina contra los hábitos alimenticios de los españoles. En la misma línea, las feministas de turno, abanderadas del pensamiento único, han proclamado que el anuncio es… ¡¡machista!! -¿en qué estarían pensando al ver lo de XXL, las muy cucas?-. A mí, en cambio, la existencia de la hamburguesa XXL me perece espléndida, no por otra causa sino porque creo que simboliza de forma extraordinariamente gráfica la calidad del pasto ético y cultural que lleva consumiéndose en España desde hace ya unos cuantos años: la televisión es presa de la basura rosa y amarilla más inmundas, la lista de libros más vendidos no arroja más que títulos espeluznantes, el arte se ha arrojado en los corruptos brazos del mercado, la buena música apenas sobrevive en un ghetto subterráneo, el nivel de la educación se encuentra en cotas alarmantemente ínfimas. Y esto no lo derriban ni las estadísticas, con su tiranía del número siempre mentirosa. La cultura española está adquiriendo materia y proporciones de hamburguesa XXL, apta para el consumo masivo de paladares sin remilgos intelectuales. Por forraje, que no falte. Todos bien servidos, todos contentos. Así comemos, así seremos. Feliz Año Nuevo.

Bufones contra bárbaros, 20.12.06

Voy a contarles una historia vivida muy recientemente en una bella y próspera ciudad del norte de España, aunque más pudiera parecer ambientada en una mísera población de la Edad Media. Hace escasos días me preparé para ir al teatro, y me puse para ello la ropa menos vistosa y más lavable de mi armario. Ya había convenido con el amigo que había de acompañarme en que ambos haríamos lo mismo, por si acaso se producían agresiones o nos arrojaban cosas. Cuando nos aproximamos al teatro –con bastante antelación, según habíamos acordado también por prudencia–, aparcamos un tanto alejados, por temor de no poder coger posteriormente el coche. En la puerta del teatro se congregaba ya –todavía a una hora para el comienzo del espectáculo– una masa de individuos vociferantes. El ambiente en los días previos había estado muy caldeado en y por la prensa local, que había dado pasto a excesos declarativos que nunca debieron encontrar acomodo en páginas dedicadas a la información y el respeto. En realidad, la representación se había desplazado ya desde su escenario previsto en la programación hacia uno no habitual, probablemente en previsión de represalias. Una de las instituciones organizadoras –una entidad de ahorro y, en particular, la que más dinero había aportado al asunto– se desvinculó públicamente de “la cosa”, diciendo para gusto del respetable algo que era incierto: que no había intervenido para nada en la programación del espectáculo (sé por otras fuentes que, unos días antes, varios sacerdotes habían pasado por una de las oficinas de la entidad y habían amenazado con retirar los fondos de la totalidad de sus parroquias si la representación no se suspendía). Los periódicos se habían hecho inexplicablemente eco de las convocatorias a la concentración en el día de la representación, realizadas por el Obispado y, lo que es peor, por Falange Española. Razones para tener miedo no faltaban.
Por fortuna, mi amigo y yo nos colamos por un acceso lateral del recinto, con lo que nos evitamos el mal trago, aunque de camino a la sala se oían los gritos, los insultos, los pitos. Otros tuvieron menos suerte: el Consejero de Economía fue zarandeado cuando llegó al lugar. Por razones de seguridad –que eran de inseguridad para los que aguardábamos fuera– no se abrieron las puertas de la sala hasta cinco minutos antes de la representación. Una vez dentro, algunos aspirantes a espectadores fueron cacheados (aunque es cierto que al artista ya le habían puesto una bomba en su camerino de un teatro de Madrid, un cero para la organización: era a quienes vociferaban a quienes había que cachear). Por fin, ya sentados y tranquilos, aconteció aquello tan terrible que las hordas de bien de toda la vida de nuestro país intentaban evitarnos: el espectáculo de Leo Bassi, La Revelación.
He de confesar que a la obra de Bassi me encaminaba con prejuicios no precisamente positivos, inducidos por intervenciones televisivas no muy afortunadas del cómico italiano. Habrá quien diga que ya son ganas de someterse a todo lo descrito por ver una obra y un actor por los que a priori no se siente mucha estima. Sin embargo, me parece indigno acatar los dictados de los violentos, y por otro lado, nadie en su juicio dejará de admitir que para evaluar algo es preciso, al menos, conocerlo.
Y he aquí que La Revelación se convirtió en una sorpresa, no sólo para mí, sino para muchos de los que allí estábamos, más presentes por la curiosidad y la defensa moral de la libertad de expresión que por la admiración hacia la obra del italiano. La Revelación resultó ser finalmente un espectáculo divertido pero, sobre todo, reflexivo; un espectáculo reivindicativo de los derechos más elementales del ser humano (respeto a la mujer, respeto a las libertades) y que repasó algunos de los problemas más candentes de la actualidad (la inmigración, la ecología, las políticas de ocupación, los conflictos bélicos) a partir de la revisión de los dogmas más asentados en la civilización cristiana, pero también en la islámica o la oriental. La Revelación entonces no fue un alegato anticatólico ni antirreligioso, sino un toque de atención hacia las atrocidades cometidas por el Hombre desde el comienzo de los tiempos hasta hoy, y una apelación a la fuerza de la razón –referenciada por las imágenes proyectadas de Sócrates, Hipacia, Voltaire, Kant, Montaigne o Descartes, entre otros– y al poder de la Naturaleza como entorno purificador contra el abuso y la opresión.
En definitiva: una bufonada sin duda más juiciosa que los gritos desaforados de los que desde fuera increpaban a los que estábamos adentro. La ignorancia es madre del atrevimiento. También de la barbarie.

El escribiente del Diablo, 13.12.06

Cuando Ambrose Bierce, aún jovencito, cercenó con un hacha el pie derecho de uno de sus hermanos, posiblemente estaba reafirmándose en su propia estela de personaje literario, a la par que esbozando el prototipo de uno cualquiera de los caracteres que recorrerían con posterioridad sus narraciones. No resulta raro, entonces, leer en alguno de sus cuentos, escrito varios años más tarde, fragmentos plenos de memoria y de experiencia como éste: “Encontré a mi tío arrodillado, esquilando una oveja. Viendo que no tenía a mano rifle ni pistola no tuve ánimo para disparar, así que me acerqué, lo saludé amablemente y le di un buen golpe en la cabeza con la culata del rifle. Antes de que pudiera recuperar el uso de sus miembros, cogí el cuchillo que él había estado usando y le corté los tendones. Ustedes saben, sin duda, que cuando se corta el tendo Achillis, la víctima pierde el uso de su pierna.” (“Mi crimen favorito”, en El club de los parricidas).
En la pequeña casa –cabaña, en realidad– de Ambrose Bierce en Horse Cave Creek (Ohio) resultaba, desde luego, más sencillo encontrar un hacha que un libro. En realidad, las de la Biblia eran las únicas palabras impresas que podían conseguirse en la cabaña familiar, a excepción de algunos libros de Byron, a quien al parecer el estricto padre de Ambrose Bierce era aficionado. Varios miembros de la familia Bierce se encargaron de lograr que aquel precario entorno se convirtiera en un hogar singular, no sin ciertos toques sórdidos. Empezando por el pater familias, llamado Marcus Aurelius (y cuyo hermano se llamaba, en buena lógica, Lucius Verus), que bautizó a sus trece hijos con nombres que comenzaban invariablemente por la letra primera del alfabeto. La madre, por su parte, cooperaba al sostenimiento de la economía doméstica con procedimientos no del todo claros. Uno de los hermanos escapó de la opresiva casa familiar para acabar sus días sirviendo de espectáculo de feria. Otra hermana, misionera en África, halló el fin de su existencia a manos –o más bien a boca– de una tribu de antropófagos. Por no hablar de las excéntricas tendencias del pequeño Ambrose, quien habría de ser uno de los más extravagantes miembros de la familia; así, por ejemplo, su precoz iniciación en los dominios de Venus vino de la mano de una culta y atractiva mujer de más de setenta años.
En cuanto a su obra (por otro lado muy vinculada con la muerte, tema estético fundamental, en la línea más elegante del mejor Thomas de Quincey), su práctica totalidad reposa sobre una base de experiencia, al tiempo que presenta una inclinación desmedidamente opresiva, dramáticamente hiperbólica y brutalmente corrosiva. El conjunto de relatos que conforman el ya citado El club de los parricidas recoge asesinatos en medios rurales y hostiles, surcados por individuos de personalidad siniestra.
Las vivencias de la guerra tampoco fueron ajenas al quehacer literario de Bierce, quien había tenido experiencias militares desde bien joven: primero, en una absurda y frustrada expedición a Canadá, dirigida por su tío Lucius Verus, que tenía por objeto liberar a los indígenas de la opresión británica; más tarde, con diecinueve años, en la Guerra de Secesión, en el bando de los federales, de donde salió gravemente herido. A esta tanda temática pertenecerá El puente sobre el río del Búho, narración que, a caballo entre el sueño y lo real, y siendo una de las más logradas del norteamericano, fascinará después a Borges y a Cortázar.
Después de la guerra, Ambrose Bierce se dedica a la escritura profesional, primero como periodista, y más tarde como crítico y narrador. Tras adoptar varios pseudónimos, acaba apodado en el ámbito literario como “Bitter Bierce” –Bierce el Amargo– por la fusta implacable de su pluma. De la política ofrece la siguiente definición en su Diccionario del Diablo: “Lucha de intereses enmascarada como enfrentamiento de principios. Conducción de los asuntos públicos en busca de ventajas personales”. En el mismo Diccionario, un ministro es un “agente de un poder superior que tiene una responsabilidad inferior. Su principal calificación es la capacidad para la mentira verosímil; en esta materia es apenas inferior a un embajador”. Precisamente el Diccionario del Diablo, que en este 2006 cumple su centenario, supone una de las obras más emblemáticas y reconocidas de Ambrose Bierce. Leyéndolo con atención, parece que se hubiera escrito ayer… o tal vez hoy.

Ampollas literarias, 06.12.06

A nadie se le escapa que en estos momentos hay dos poetas en España que están copando todo el muestrario de premios y honores literarios que en nuestro país tienen algo de sustancia: sus nombres son, obviamente, José Manuel Caballero Bonald y Antonio Gamoneda. Me parece bien. Y ya era hora. Caballero y Gamoneda, desde geografías y experiencias bien dispares, han practicado estéticas distintas para un lenguaje común: el de la esencia y el de la resistencia. Algo que siempre es de agradecer en cualquier intelectual, y mucho más en un poeta.
En el caso de Gamoneda, los múltiples reconocimientos que en estos últimos años se le están tributando resultan acaso más llamativos dada su naturaleza de “poeta secreto”, por utilizar aquella bella expresión de Valèry. Gamoneda ha sido secreto hasta ahora no tanto por su poesía, que algunos –me temo que medianos lectores– califican erróneamente de hermética, sino por su propia actitud vital, que con facilidad nos representa en la memoria aquella oda frailuisiana a la vida retirada. Gamoneda ha estado siempre ajeno a los tejemanejes y mafias y pucherazos literarios que envilecen la literatura y la convierten en pasto de actitudes indignas de escritores; Gamoneda siempre ha sido el poeta raro que escribía en una ciudad perdida de Castilla y que hace diez o quince años leíamos muy muy pocos, el poeta que no querían junto a sí otros mucho más glamurosos (dedicados, por ejemplo, al verso homoerótico en los parajes de Esmirna o a coger alejandrinos taxis cuando su querida les llamaba), el poeta que a muchos les chirriaba porque hablaba un lenguaje distinto –paradójicamente, el de una poesía auténtica–, mientras postulaban una experiencia estéticamente banal e insostenible.
Antonio Gamoneda, ahora, recibe el Premio Cervantes tras el Reina Sofía, y esto a muchos les ha fastidiado. Les ha fastidiado a quienes no entienden su poesía porque no entienden de otra literatura que de aquella en la que hay algún pastel que repartir, les ha fastidiado a los conferenciantes y cronistas oficiales de la cosa porque no es un amiguete, a todos aquellos que sistemáticamente son llamados a hacer de jurados en premios literarios amañados porque aquí no han podido hacer el tongo. Es atrevido el viejo Gamoneda, a quién se le ocurre usurpar un premio tal, un premio que debiera haber recaído en “uno de los nuestros”, que para eso controlamos los suplementos literarios y los bolos y gran parte de los libros que publican las mejores editoriales de poesía del país.
Este domingo Jon Juaristi ha publicado en ABC un largo artículo para expresar que personalmente Gamoneda no le gusta, que no le parece buen poeta, que le aburre. Bien está, y además en su derecho, aunque no parece asunto de pública trascendencia. Es extraño que Juaristi –a quien conozco y aprecio sinceramente– haya empleado su, en verdad, magnífica pluma en contarnos que Gamoneda… como que no. A Juaristi le molesta en especial que Gamoneda le guste a Zapatero –algo de lo que Gamoneda, es obvio, no tiene la culpa. Es cierto que allí por donde holla la política no vuelve a crecer la hierba: a Gamoneda Zapatero le va a traer problemas, igual que a Mahler –aun muerto– se los trajo Alfonso Guerra y a Luis Alberto de Cuenca se los endosó Aznar haciéndole Secretario de Estado. Como el asunto arrecie, Zapatero va a ser a Gamoneda como el polonio a Litvinenko; por de pronto, ya se le está cayendo el pelo.
Y sin embargo, no se trata en exclusiva de un problema de políticos. Quizá ni siquiera se trata de esa vieja rencilla literaria entre poetas del silencio y poetas “de lo otro” (además, esa rencilla ya la solucionó –sólo aparentemente, me temo– hace pocos años el gurú Villena diciendo que aquí todos poetas y todos contentos). No. Lo que está sobre el tapete es una querella de antigüedad inmemorial: el enfrentamiento por controlar el lenguaje del mundo. Puesto que nada existe hasta que no se nombra –Barral dixit–, resulta fundamental quién lo nombra y cómo. Detrás está el poder, como lo estaba tras el latín cuando se impuso primero y se destituyó después. Pero los poetas, todos, deberían dar por perdida la contienda: el poder contemporáneo no va por tales derroteros, porque el lenguaje del poder actual es, por desgracia, otro. Y los salivazos de los poetas no producen más que frívolas ampollas literarias.