Un cuadrado negro, 30.08.06

Nadie duda que es uno de los grandes referentes de la pintura del siglo XX, y ello debido, tal vez, a un invento tan simple y tan complejo al tiempo como un cuadrado negro trazado sobre un fondo blanco que así le sirve como marco. Esta imagen que resultaba tan desnuda, tan esencial, tan novedosa, tan absolutamente personal en 1915, ha sido imitada con posterioridad hasta la náusea. Pero, por supuesto, los cuadrados negros reinventados –repetidos– por generaciones de pintores posteriores, aun con posturitas y múltiples mohínes, no son ya lo mismo. O, en todo caso, quedan en algo parecido a lo que se llama llover sobre mojado.
Kasimir Malevich está siendo objeto de un importante homenaje en España. Una gran exposición sobre su obra tuvo lugar en Barcelona –en la sala de La Pedrera– hace unos meses, y ahora ha desembarcado en el Museo de Bellas Artes de Bilbao. La muestra puede visitarse todavía hasta el 10 de septiembre y resulta en verdad una cita ineludible, pues no parece probable que una exposición tan completa sobre el artista ucraniano vuelva a realizarse en mucho tiempo, y menos en nuestro país.
A lo largo de más de un centenar de piezas, varias maquetas (sus célebres arquitectones), libros y documentos diversos (entre ellos, su testamento, en que solicita al estado ruso la manutención de su familia), fotografías (incluyendo la conocida toma en que se le ve enfermo, postrado en la cama, a punto de morir) y una proyección (con el montaje contemporáneo de su ópera Victoria sobre el sol), se nos desvela el particular universo de Malevich, ciertamente singular en la historia de la pintura. Al entreabrir la puerta y adentrarnos en ese mundo fascinante, no podemos evitar rememorar a Gabriel Syme, el poeta detective –¿o era al revés?– del genial Chesterton en El hombre que fue Jueves. Malevich es el Syme de la pintura de su tiempo y su espacio, el investigador incansable de su entorno, el artista que hace cristalizar en su pintura el alma de la cual, según ha dicho Joseph Brodsky, carecía Occidente por entonces.
La muestra de Bilbao indaga en el pleistoceno mismo del artista, presentando algunos ejemplos de su primera etapa (Iglesia o Tejado rojo, de 1906), impregnados de ese postimpresionimo tan preocupado por el color, más que por la estructuración del cuadro. Tampoco faltan los lienzos de inspiración simbolista, inmediatamente previos a su tránsito hacia la abstracción; específicamente representativo de ambas tendencias, que en cierto modo funde, es su espectacular Descanso. Sociedad con sombreros de copa (1908), que aúna renovación formal, ironía, crítica social y estudio cromático. Igualmente, el neoprimitivismo de su magnífico y turbador Autorretrato (1908) o el peculiar cubofuturismo de Máquina de coser (1913) no sólo impiden que permanezcamos indiferentes, sino que nos hacen tomar conciencia de la personalísima reinterpretación que Malevich efectuaba de las vanguardias propias de su época: Matisse o Picasso están allí, en el fondo, pero Malevich es un árbol perfectamente diferenciado en ese bosque. La etapa última –de iconoclasta figuración– del pintor ucraniano, oprimido por el poder y la enfermedad, nos estremece con su Casa roja (1932) sin puertas ni ventanas, sus campesinos sin rostro o su Caballería roja (1932) ensoñada y mágica.
Y sin embargo… me atrevería a decir que todos los visitantes de la exposición bilbaína se encaminan, sobre todo, en pos de lo mismo: en pos de la percepción del mundo no objetivo –lo que se ha dado en llamar suprematismo– y, en particular, del acercamiento a ese estímulo del cuadrado negro sobre fondo blanco que es la enseña de su autor. No olvidemos que, ya en su tiempo, fue tal el impacto que causó la innovación estética del ucraniano, que éste llegó a elaborar, para una exposición de artes aplicadas, bolsos, ropa y juegos de té con motivos suprematistas. El Cuadrado negro acompañó a Malevich en su capilla ardiente, y su icono formó parte de su propio “ataúd suprematista” (ideado por su amigo Suetin) y de su lápida. El Cuadrado negro que se expone en Bilbao, no obstante, es la versión de 1923, no la original de 1915, que se encuentra muy deteriorada. Detalle que no anula en absoluto la profundidad de su lenguaje, esa palabra sobria y contundente con que se nombra el interior del mundo y que acompaña al hombre a lo largo de los siglos.

El peso del pasado, 23.08.06

Después de varios días en que la “polémica Grass” no sólo no cede, sino que por momentos parece arreciar, como las tormentas de novela mala, me viene a la memoria el nombre de otro de los grandes de la literatura germana, de quien además en este mismo verano acaba de cumplirse el cincuentenario de su muerte y por ende el ciento veinte aniversario de su nacimiento: me estoy refiriendo a Gottfried Benn, auténtica enseña de su generación, a quien se ha apuntado alguna vez como el mejor escritor en lengua alemana de la primera mitad del siglo XX. Traer por los pelos a Benn hasta estas líneas viene justificado no sólo por la celebración de su memoria, sino por su oportuna relación con el vigente escándalo de Günter Grass. Lo de Grass, es obvio, no hace falta explicarlo a estas alturas, pero el caso de Benn quizá duerma en un olvido que puede ser interesante despertar en estos días. Y es que tal vez no muchos recuerden que Günter Grass se opuso, hace no tantos años, a la recuperación en Alemania de la obra de Gottfried Benn por tildarlo de colaboracionista con el régimen nazi… Paradojas del destino que, es curioso, ninguno de los carroñeros del “tamborilero” de Danzig ha sacado a relucir. Cosas del tiempo y sus olvidos.
En realidad, practicando un ejercicio de justicia histórica, la cooperación de Gottfried Benn con el nacionalsocialismo se limitó a un escaso año de publicaciones descerebradas en pro del nuevo régimen. Arte y poder (1933) fue quizá la más destacada de ellas, y con seguridad la más sarcástica para con su propio autor, si pensamos que no mucho después Benn sería incluido por los nazis en la célebre lista de “artistas degenerados”, aun con el desacuerdo de Himmler. El escritor de Mansfeld, que se había adherido al nuevo orden político ante la expectativa de acabar con el caos reinante por doquier –apesadumbrado por la lectura de Spengler y Klages, las ideas de cultura y renacimiento nacionales le resultaban fascinantes–, empezó a abominar de la cruda realidad del nazismo ya en 1934, a raíz de los hechos acaecidos en la Noche de los Cuchillos Largos; ya entonces lo ilustró con palabras contundentes: “Qué grandioso parecía el inicio, y cuán deplorable luce todo hoy”.
El fugaz contacto con el nacionalsocialismo convirtió a Benn en un intelectual despreciado por todas las facciones: la de los “buenos” y la de los “malos” por igual. Él mismo lo denunciaba asépticamente cuando, al fin, cerca ya de los setenta años y de su propia muerte, se le empezó a reconocer su indiscutible valía literaria: “Las alas de la fama no son blancas, decía Balzac. Pero si, como en mi caso durante los últimos quince años, uno ha sido públicamente referido como un marrano por los nazis, como un mentecato por los comunistas, un pervertido intelectual por los demócratas, un renegado por los emigrados, y un nihilista patológico por los religiosos, uno no tiene deseos de entrar en tratos de nuevo con esta gente, y menos si uno carece de nexos con ellos”.
En tales circunstancias, la vida literaria de Gottfried Benn fue tan intensa como sigilosa. Médico de profesión, sus poemas y ensayos fueron surgiendo sin descanso a lo largo de los sucesivos traslados a que se le iba sometiendo en el deseo de agotarle, de arrinconarle. Benn se acostumbró a la perpetua mudanza, también al silencio y a la oscuridad: “no soporto la luz, la eludo porque no puedo sumergirme en los fuertes rayos naturales; pero, también, para ocultarme de hombres y mujeres por igual”. Desde los poemarios abruptamente expresionistas de su juventud (Morgue o Carne, donde recrea la enfermedad y la muerte) a la prosa límpida, tardía y magistral de Vida doble (que incluye su indispensable “Bloque II, habitación 66”), la obra de Benn fue surgiendo mientras iba sorteando destinos, mientras pasaba privaciones, mientras atendía enfermedades venéreas en soldados y prostitutas, mientras su mujer se suicidaba con morfina y angustia. Gottfried Benn citaba siempre aquellos versos del Réquiem de Rilke como esperanzado lema de su generación, destrozada por dos guerras mundiales: “¿Quién habla de victorias?/ Sobreponerse es todo”. Para sí guardó la amargura de la Historia y la más oscura poesía: “En nombre de aquel que depara las horas,/ adivinado sólo cuando se desliza/ en una sombra que completa el año,/ un año junto a las piedras de la universal historia,/ escombros del cielo y escombros del poder,/ y entonces una hora suena, es la tuya: en el poema,/ monólogo del sufrimiento y de la noche”.

Nada es lo que parece, 16.08.06


Después de ser enseña, durante décadas, de la progresía alemana más recalcitrante, de la denuncia más ídem de los totalitarismos de su tierra y los de otras, Günter Grass ha tirado de la manta y ha dejado estupefactos a unos cuantos. Y es que el escritor de Danzig ha decidido revelar en sus memorias, ahora a punto de publicarse –Pelando la cebolla–, que formó parte en su primera juventud de las Waffen-SS, unidad de represión de élite en el régimen nazi dirigida por Himmler; detalle este que Grass ha adelantado en entrevista concedida al diario alemán Frankfurter Algemaine. Oh, sorpresa. Nada es lo que parece.
Como es lógico, las reacciones entre los germanos no se han hecho esperar. Desde los que opinan que la confesión da carta de honorabilidad a Günter Grass, pasando por los que no entienden cómo el escritor ha tardado tanto tiempo en airear este aspecto de su pasado, hasta los enemigos que se aprovechan de la ocasión para condenarle sin piedad, fantaseando con una turbia conexión con el nazismo –tan peliaguda por aquellos pagos– e incluso sugiriendo malévolamente que todo es un montaje del escritor para auspiciar las ventas de su inminente libro. Lo cierto es que el tambor de hojalata del alemán está sonando de lo lindo, cuando ya nadie pensaba que pudiera hacerlo, y con una melodía tan imprevista como insólita.
Grass insiste en que no pegó ni un solo tiro, en que no tenía más que quince años. Vamos, algo así como que él sólo pasaba por allí. La verdad es que fueron otros muchos los que también pasaron, en un contexto de desórdenes y confusión. Gottfried Benn alumbró en el primer año del ascenso de Hitler encendidos panegíricos, aunque unos meses después se retractó y hasta fue denigrado como “artista degenerado”. Fritz Lang y su esposa, la brillante guionista Thea von Harbou –olvidada autora de Metrópolis–, se dejaron seducir por la atracción de la esvástica, aunque posteriormente Lang acabaría marchándose a los Estados Unidos. En el caso de Grass, a diferencia de los ejemplos reseñados, se da la enojosa circunstancia de que sus veleidades nazis se produjeron sobre 1942, cuando ya el régimen estaba más que en su salsa; parece que al jovenzuelo Günter le iban las emociones fuertes.
Ahora bien, lo que quizá deberíamos cuestionarnos es el calado real de la fugaz incursión de Günter Grass en las SS. El asunto no es fácil, pero parece que también debieran tener su peso –bastante mayor, en realidad- todos los años posteriores comprometidos en la defensa intelectual de los derechos más elementales. ¿Por qué el silencio hasta ahora? Si miramos hacia atrás, hacia épocas no demasiado lejanas, no resulta tan difícil de entender. Wilhelm Furtwängler, verbigracia, mantuvo una extraña relación con el nacionalsocialismo, abanderando la Filarmónica de Berlín en los años más duros y al tiempo ayudando a algunos amigos judíos a eludir destinos trágicos. La permanencia en Alemania hizo que este director, uno de los más grandes de todos los tiempos, jamás tuviera entrada profesional en Estados Unidos y que, según se dice, llegara a ser abofeteado en una ocasión por Toscanini –a la sazón enmaridado con una judía. Furtwängler, no muchos lo saben, se dejó morir de tristeza en la nieve, abatido por la lejanía de la música y el peso de la Historia. Furtwängler y otros que tuvieron alguna relación, siquiera remota, con el nazismo fueron sometidos a un ostracismo que les acompañó toda su vida. Un destino que, inexplicablemente, no han sufrido otros autores que se han posicionado, plenamente conscientes y ya adultos, a favor de ciertas políticas espeluznantes de América Latina. El traído y llevado Mario Vargas Llosa, Octavio Paz o Jorge Luis Borges nunca han padecido especiales represalias por sus “peculiares” credenciales políticas.
Grass se enfrenta ahora al poderoso lobby de las víctimas judías –que, por otra parte, no fueron las únicas que cayeron en el Holocausto– con una confesión que, tal vez, no hace sino confirmar la dignidad del derecho a la evolución ideológica. Ha tardado años, temiendo quizá las consecuencias. Sin embargo, aunque nunca es tarde para encajar el desprecio o el insulto, esperemos que la labor intelectual de Günter Grass se considere a estas alturas lo suficientemente trascendente como para neutralizar en sí misma los ataques mediatizados y reforzar su mensaje sostenido de denuncia contra la opresión, ya histórica ya presente, de la verdad y las libertades.

El romántico extraño, 09.08.06

Fagocitado por los fastos conmemorativos del nacimiento de Wolgang Amadeus Mozart, el sesquicentenario de la muerte de Robert Schumann, el músico romántico más heterodoxo, ha pasado prácticamente inadvertido. Muy pocas han sido las salas de conciertos en las que su memoria se ha reivindicado, frente a aluvión de devotos mozartianos súbitamente aparecidos. La legendaria tradición de Salzburgo se ha impuesto por goleada a la callada tristeza del nosocomio de Endenich.
Cuando Schumann se arrojó a las aguas indiferentes y heladas del Rhin en febrero de 1854 su suerte ya estaba echada. La lucidez le abandonó y el músico murió ese mismo día, aunque su cuerpo tardó dos años más aún en acabarse. En las fases previas a su intento de suicidio, Schumann tenía alucinaciones sonoras, fiebres reumáticas, problemas psicomotrices y una fortísima depresión, agravada por el sentimiento no superado ante la muerte de su amigo y protector, Felix Mendelssohn. La muerte física le llegó a Schumann durante su reclusión en Endenich, en la tarde del 29 de julio de 1856, y parece que le sorprendió solo; únicamente había tolerado en las últimas semanas la visita de Johannes Brahms: ni siquiera de sus hijos ni de su esposa Clara, a la que tanto amó y admiró, quiso admitir la compañía. Schumann tenía 46 años. Clara, con 37, inició una intensísima carrera concertística dedicada a la exaltación de la memoria musical de su esposo, aunque para entonces ya era sobradamente reconocida como virtuosa del piano a nivel internacional. Sin duda, sin la incesante labor de Clara Wieck, antes y después de la muerte de Schumann, la música del compositor alemán no sería hoy lo que es.
En la vida de Robert Schumann hubo una dosis considerable de tesón y lucha, a pesar de su natural debilidad. El primer enfrentamiento sobrevino con su madre, cuando decidió con veinte años abandonar los estudios de Derecho para dedicarse a la música; una resolución fundamental a la que habría de sumar otro conflicto: el surgido por su deseo de casarse con la “niña prodigio” Clara Wieck, menor de edad, hija de su profesor de piano, obstinadamente contrario a semejante pretensión. Probablemente estos dos importantes conflictos, de los que Schumann logró salir victorioso de manera excepcional –el matrimonio con Clara pudo llevarlo a cabo tras varios años de batalla legal–, constituyen las dos columnas que sustentaron la faceta dichosa y creativa del músico de Zwickau. El lado oscuro le acompañó, en cambio, durante toda su vida, en las formas de la enfermedad y el infortunio. Desde la sífilis que bien tempranamente le aquejó, pasando por el accidente que invalidó su carrera pianística –parece que, deseando mejorar la movilidad de su anular derecho, inventó él mismo un artilugio que en realidad se lo inutilizó–, hasta su definitiva locura y prematura muerte; sin contar con los celos que le atormentaban por los éxitos obtenidos por su esposa Clara al piano, su incapacidad para asumir una labor profesoral regular o el desánimo que le producía la incomprensión generalizada hacia sus composiciones y hacia sus críticas y observaciones públicas en materia musical.
Ciento cincuenta años más tarde, podemos entender que Schumann era un romántico a su modo; un romántico extraño que se apartaba de las hormas clásicas para dar vida a esquemas nuevos, más adictos a la variación, a la sorpresa en la estructura y la armonía; un romántico que oscilaba desde la poesía incontestable de sus lieder –deudores de su pasión juvenil por la literatura: Heine, Goethe, Richter, Schlegel…– a la arrasadora intensidad de su Concierto para Cello y Orquesta –escrito en sólo quince días en uno de sus fugaces momentos de felicidad– o al misterio encendido –alguien ha dicho casi demoniaco– de su Kreisleriana. Ciento cincuenta años más tarde podemos admirarnos, también, de su clarividencia al elogiar la grandeza de Beethoven o al apostar por el entonces jovencísimo Brahms, cuando no parecía plausible hacerlo, o al clamar en contra de los “filisteos del arte”, afectos a la tradición más superficial. Ciento cincuenta años más tarde, en fin, Schumann persiste como esa voz disonante de su época, como ese inconformismo que nos pone en todo tiempo sobre aviso ante los verdaderos genios. No lo dejemos pasar.

El misterio de Villon, 02.08.06

En este mes de agosto en que se detiene en nuestro país la actividad económica, la actividad política y hasta la intelectual –las revistas se empeñan en recomendarnos lecturas indignas para agonizar cerebralmente junto a las piscinas y las canciones del verano amenazan con atrofiarnos la única neurona musical que nos resta tras los estragos del Koala– a mí me da por recuperar la memoria de escritores malditos y misteriosos, siquiera por pereza –demasiado calor– de no correr en pos de un mar liberador, como hiciera Antoine Doinel.
No se sabe a ciencia cierta si, hace ahora 600 años, François Villon logró eludir al fin el destino que invariablemente sorteó a lo largo de su vida conocida. Tras innúmeras estancias en destierro o en prisión, la horca era su sino natural. Sin embargo, durante los treinta y dos años que nos constan de su biografía, la suerte acompañó a Villon como para permitirle escribir en papel y no en piedra los diversos epitafios que para sí compuso. “Vednos aquí atados, cinco, seis,/ y ya la carne a la que tanto dimos,/ devorada hace tiempo, está podrida./ Que nadie haga burla de esta pena;/ rogad a Dios que a todos nos absuelva”. Así reza la “Balada de los ahorcados” o “Epitafio de Villon” que el poeta escribió en la celda donde, tras haber sufrido torturas terribles como la del agua, esperaba la suspensión definitiva de su cuerpo por el cuello, a causa de un banal altercado con un notario. Conmutada la condena por un destierro de diez años, Villon se lleva de París su talento literario y su desordenada vida hacia otras tierras cuya identidad, aún hoy, constituye un misterio indescifrado. Nunca se supo cuáles fueron sus vivencias posteriores ni dónde o cómo murió.
François Villon encarna el perfecto prototipo del periodo cronológico, mental y cultural que magistralmente acuñó Johan Huizinga: “el otoño de la Edad Media”. En el siglo XV, la Muerte es lo que otorga el auténtico sentido a la Vida, es la prueba única que hay que superar. De semejante conciencia surgen dos tipos de hombres: los que se estremecen ante la visión de los transi (esas tumbas con representaciones de cadáveres en proceso de descomposición, comidos por los gusanos) y los que encaran la estación final del viaje con una vida reprobable, a modo de desesperada sublevación. Villon pertenece a este segundo tipo de hombres: con un espíritu profundamente goliardesco, se amotina contra lo establecido, hace alarde del vivir y de su estado miserable, y proclama –no sin tristeza y amargura– el carpe diem: “Soy un golfo y una golfa me acompaña./¿Quién vale más? Estamos igualados./ Tal para cual, los dos por un estilo./ Basura amamos, basura nos envuelve;/ honor nos huye, del honor huimos/ en el burdel donde encontramos nuestro estado”.
Pero la vena ácido-festiva no fue la única que pulsó el poeta parisino. Junto a estas composiciones de tono irreverente, coexisten poemas cultos y elegantes que recuerdan las preocupaciones literarias de su coetáneo hispano, Jorge Manrique. En ellos se lamenta Villon de la fugacidad de lo terreno y desarrolla tópicos como el del ubi sunt?: “¿Dónde, decid, decid en qué país/ está Flora, bellísima romana;/ dónde Archipiada está, dónde Thaís,/ que por las trazas fue su prima hermana?/ Belleza fue de altura más que humana./ Mas las nieves de antaño, ¿dónde están?”. Villon supo trascender el estrecho corsé de la literatura cortesana de su tiempo y presentar el mundo real: delicado y brutal, con hombres aterrorizados e inconscientes; un mundo que acababa, doloroso a veces, feliz otras, contradictorio siempre.
Hoy seguimos sin noticias sobre el nombre o el origen verdaderos de François Villon. Únicamente sabemos que vio la luz en París y que tomó su apellido de un canónigo que se hizo cargo de él siendo niño, que le procuró estudios en la Facultad de Letras de París (donde alcanzó el título de maître des arts) y que, inexplicablemente, fue sacándole de todos los atolladeros en que anduvo involucrado a lo largo de su vida. Rabelais quiso rastrear las huellas del desaparecido Villon en la persona de un poeta afincado en Saint-Maixent, dedicado a la composición de representaciones sacras. Fin de trayecto que no parece convincente en un hombre que asesinó y robó y que desgranó todo ello sin pudor con su pluma corrosiva. Mejor es entonces quedarse con el Villon que conocemos, el que él mismo quiso inmortalizar en sus palabras: crápula y enamorado, inocente y amargado, pobre escolar, maestro vivaz y descarriado.