Censura y barbarie, 24.05.06

Estamos atravesando una época realmente negra. Después de un periodo ya extinto en que pareció atisbarse un destello de progreso –o más bien la ilusión de ese destello, que después ha quedado en cartón piedra: utopía y desencanto, Magris dixit– nos encontramos en plena apología del retroceso, lo mismo en Occidente que en Oriente, en el norte que en el sur. Leo en la prensa con gesto resignado la última boutade con sello made in China: el director de cine Lou Ye, que ha realizado una película que ahora se presenta en Cannes sobre la matanza de Tiananmén, ha sido amenazado con la imposibilidad de volver a rodar otro trabajo en cinco años, por haberse plantado en Francia sin permiso del gobierno chino y, sobre todo –suponemos–, por tocar temas non gratos. Qué horror, dirán ustedes. Y es verdad. Hubiera sido más sencillo dejar que la maquinaria del cine en sí misma –un poco lerda a veces, pero no siempre– siguiera su curso, porque al decir de la crítica, la película es bastante soporífera y no parece que vaya a llegar lejos. De momento, el toque de Pekín ha granjeado a la obrita una expectación de la que, de otro modo, probablemente no hubiera gozado. Pero eso es la censura: no sólo regresión, sino también estupidez –desconcertante fenómeno descrito por Cipolla– y ceguera.
Ahora bien, si esto ocurre en el Extremo Oriente, no creamos que en el Occidente Extremo estamos más a salvo. Y esto empieza ya a sonar peor. De determinados regímenes cabe esperar, no sin disgusto, manifestaciones de semejante índole pero, ¿qué decir de las restricciones duramente ejercidas en el beatífico marco del “menos malo de los sistemas posibles”? Hay que constatar no sin espanto que cada vez son más los países supuestamente progresistas que se están sumando al adictivo deporte de la amputación radical. De Estados Unidos, el sancta sanctorum de las libertades venales, nos llegan constantemente noticias de drásticos recortes de canciones, de películas, de noticias; algo que el mundo civilizado tolera con gracejo, porque estos americanos –comentamos– son “la pera”, vaya cómo se molestan por una nimiedad cualquiera: y ahí queda todo, mientras por la comisura de la boca nos asoma un pedazo de hamburguesa democrática y de postre, para entonar, nos pedimos un decoroso Rize con leche.
Los modos perversos en seguida se propagan y además, como las penas que los borrachos ahogan sin éxito en sus vasos, saben nadar y atravesar el charco. Así que henos aquí, en Europa, la ancestral patria de las conquistas sociales, siguiendo hechuras sonrojantes de allende los mares que debiéramos condenar abiertamente, y desde luego no imitar. Pero todo apunta a que se están perdiendo sin remedio los papeles. Recientemente Francia se ha pasado su histórica Revolución y sus significados por el mismísimo Arco de Triunfo –que es lo suyo– al censurar la representación de una obra de Peter Handke en la Comédie-Française de París, por la presencia privada del escritor austriaco en el entierro de Milosevic. Por su parte, es cierto que los chinos amenazan a Lou Ye –de momento sólo eso– con no olerse ni otra peli en cinco años por bocazas, pero en Viena ya le han caído a David Irving tres recios años de cárcel por sostener teorías heterodoxas sobre los entresijos del nazismo; un extraño y desventajoso paralelo, quién lo duda.
Está claro que la barbarie está de moda. La barbarie en su sentido etimológico: los bárbaros en su origen eran “los otros”, los que no hablaban la lengua adecuada, es decir, la nuestra. De hecho, con la voz helénica barbarós se designaba al tartamudo. Y no es extraño. Cada vez han de ser más los tartamudos; los tartamudos por la disidencia de la única lengua oficial reconocida, por el miedo de no poder decir lo que se piensa –por disparatado o enojoso que parezca–, en tanto que otros dicen el horror continuamente, sin el mínimo temblor, y nada ocurre: sinuosas filigranas de una muy degradada tolerancia que ha perdido el poder de convicción, la dignidad y la rectitud de sus principios por el sórdido camino de la manipulación. La censura empieza a revivir tiempos dichosos. Y esto no ha hecho más que comenzar. Entre las verdades oficiales que no admiten discusión y el maniqueísmo más dogmáticamente represivo sólo media un paso: los polis y los cacos, los buenos y los malos. Los vivos y los muertos.

Tardía dulzura de la pérdida, 17.05.06

Le ha costado décadas granjearse el reconocimiento, pero últimamente Antonio Gamoneda va de premio en premio. Habitante (aun en su ostracismo voluntario, y más por localización temporal que por deseo gregario) de la Generación de los 50, Gamoneda ha recibido en los últimos años el Nacional de las Letras, el Castilla y León y, ahora, el Reina Sofía. Por el camino se quedaron Blanca Varela y Francisco Brines; casi nada. Se le ha encasillado repetidamente dentro de la poesía llamada “del silencio”, pero Gamoneda en realidad ha sido y es un poeta silencioso menos por estética que por elusión del ruido literario, esa algarabía de mafias, premios y tejemanejes que envilece a las letras en tantas ocasiones; prueba de ello ha sido su actitud ante la noticia del Reina Sofía, modesta, serena y casi resignada.
Hasta el momento su último libro ha sido Arden las pérdidas, con la excepción de ese espectacular y esperanzado ramillete de poemas que en 2004 dedicó a su nieta Cecilia, y que aparece en la magnífica antología que del poeta ovetense-leonés recientemente ha publicado Galaxia Gutenberg bajo el título Esta luz. Una de las muchas bellezas innegables de la poesía de Antonio Gamoneda –él mismo enamorado con pasión de la belleza– es su esencia profundamente plástica (ut pictura poesis); diría más: arquitectónica. Todos sus libros son edificios impecables y sabiamente rematados, minuciosamente estructurados desde su primer verso hasta el punto final que les da término. Sin eludir siquiera el título, de exquisita contundencia.
Tras el heterodoxo y hermosísimo Libro de los venenos (1995), Arden las pérdidas supuso un testamento lúcido, un auto de fe de la memoria. En el libro están presentes la conciencia de la pérdida y del avance hacia la muerte, pero desde una perspectiva de total serenidad. Los recuerdos dejan al poeta sólo un patrimonio previsible de cenizas, y él las canta como tales, como en el verso de Aleixandre: “ávidamente ardí, canté ceniza”. En Arden las pérdidas hay verso pero también, al igual que en Lápidas (1987) o en Libro del frío (1992, revisado y ampliado en 2003), hay fragmentos peculiares en prosa musical, “bloques rítmicos”, como el poeta mismo gusta de llamarlos en ese conjunto de ensayos breves y certeros que es El cuerpo de los símbolos.
“Viene el olvido”, “Ira”, “Más allá de la sombra” y “Claridad sin descanso” son los peldaños que conducen a la hoguera final de los recuerdos en Arden las pérdidas”; hoguera dolorida que, no obstante, es amorosa. Muchos años antes, en Sublevación inmóvil (1960), ya había asumido Gamoneda la purificadora necesidad de ese dolor: “De ahí, de mirar la vida / desde lo oscuro, viene / este amor invencible”.
“Viene el olvido” es una tensión agónica entre la memoria y el presente, y a la vez entre el presente y los presagios de la muerte. Gamoneda sintetiza sutilmente la tradición entera del pensamiento occidental, en la que el hombre aparece como el mortal y, a la vez, como el hablante: es el animal que tiene la facultad del lenguaje (con Aristóteles) y el animal que tiene la facultad de la muerte (según Hegel). El poeta persigue rastros lacerantes del pasado (“busco las manos de mi madre en los armarios llenos de sombra”); la inminencia de la desaparición se catartiza y transustancia en el lenguaje (“La luz es médula de sombra: van a morir los insectos en las bujías del amanecer. Así / arden en mí los significados”). En “Ira” se renuncia expresamente al bálsamo calmante del olvido; es una evocación consciente de los ultrajes del pasado, del dolor y la miseria de unos tiempos arduos. Ante la injusticia, el olvido o el consuelo carecen de sentido. “Ira”, pues, es poesía del compromiso (cuidado, compromiso en Gamoneda no equivale a dogmatismo), sin renunciar al tono íntimo, de experiencia personal (“De las violentas humedades, de / los lugares donde se entrecruzan / residuos de tormentas y sollozos, / viene / esta pena arterial, esta memoria / despedazada. / Aún enloquecen / aquellas madres en mis venas”). “Más allá de la sombra” es una contemplación de la consumación de la pérdida, la memoria trascendida (“Me he extenuado inútilmente / en los recuerdos y las sombras”). En “Claridad sin descanso” el poeta retrata lo que aguarda más allá del término de todo; el poeta acepta su actual estado como un suceso en que la visión se clarifica y todo adquiere nitidez (“Así es la vejez: claridad sin descanso”).
Los poemas dedicados a Cecilia son un renacimiento esplendoroso: “Bajo los sauces / yo te llevo en mis brazos y te siento vivir. / Después salimos a la luz y, por primera vez, / tú ves el cielo y lo señalas y lo nombras. / Es verdad, en el extremo de tus manos, / el cielo es grande y azul”. Estremecido temblor de Gamoneda: cuándo dejarás de sorprendernos.

Por qué leer, 10.05.06

Hace menos de un mes vi una de esas viñetas geniales y demoledoras de Andrés Rábago, más conocido por todos como El Roto, en la que aparecía un personaje recriminando a otros dos: “Ya no se puede ir por ahí con un trabuco, los atracadores han de ser gente con formación”. Razón tenía. La escena, aparte de remitirnos sarcásticamente a las leoninas condiciones del trabajo y del sistema de valores de la contemporaneidad, ponía el dedo en la llaga de un aspecto fundamental: que hay que leer, o sea.
En estos días estamos inmersos en la gran fiesta de la Feria del Libro. Es frecuente que a los escritores que merodean por ella se les haga la clásica pregunta: “¿y usted por qué escribe?”. Cada uno sale del trance como puede –la pregunta tiene su miga–, aunque al final los recursos de la fauna literaria son limitados y acaban todos por ponerse pelín trascendentes y repetirse un poco, que lo que de verdad nos interesa a los humanos –escritores y no– son en realidad muy pocas cosas, y las preguntas importantes que nos autoformulamos pues son menos aún (Gauguin, como es sabido, fue capaz de sintetizar las tres principales). La cuestión en cuestión se les hace más a los poetas que a los prosistas, y es una de las más temidas entre todas las posibles; no conozco poeta que no tenga una poética de bolsillo, a modo de “chuleta” espontánea, por si le asaltan con la inconveniencia. Y es que parece que el de poeta es oficio muy raro, porque a nadie le preguntan nunca, por ejemplo, por qué es abogado o promotor inmobiliario.
A mí –que escribo simplemente porque me gusta y porque además íntimamente lo necesito– me parece que el interrogante ha de ser otro, más que nada por aquello de buscar una respuesta menos personal y de interés más general (procedimiento deductivo, en síntesis): ¿por qué leer? Leer debería entenderse como un acto cotidiano, lo mismo que comer o lavarse las manos. Porque leer sirve para muchas cosas, y para muchas cosas prácticas, por añadidura. Suele decirse que leer nos adentra en mundos maravillosos, que nos hace viajar sin movernos del sofá, que nos permite paladear aspectos diversos de la cultura. Todo eso es cierto, pero habrá quien prefiera mundos prosaicos, quien no sienta necesidad de viajar, quien tenga aficiones no declaradamente culturales. Eso sin contar con que una concepción elitista y oscura de la lectura puede conducir a la demencia misma; que se lo digan si no a Melville, que acabó desesperado, sin un duro y como jaula de grillos por empeñarse en leer a Shakespeare, a Montaigne o a Coleridge. Ante esta perspectiva, cualquiera contestaría lo que Bartleby: “Preferiría no hacerlo”.
Sin embargo, leer posee aplicaciones reales que cualquier programa de incentivación de la lectura –cualquiera de esos que están ahora tan de moda– debería recalcar. Y es que leer sirve, por ejemplo, para entendernos a nosotros mismos sin necesidad de que ningún gurú –tradúzcase sociólogo– nos lo explique, que es como decir para ser más independientes y más libres. Leer sirve para ser capaces de votar –o no votar– sin que nos engañen con el cuento de la lechera, que no es precisamente la muestra más florida de nuestro acervo literario. Además, leer sirve para ser humildes, para darnos cuenta de que alguien lo dijo todo antes y mejor que nosotros, para eludir esa dolorosa limitación suspendida sobre nuestra cabeza como la espada que levitaba sobre Damocles en el festín de Siracusa. Leer sirve para saber que hay otros seres y modos no muy lejos, a la vuelta de la esquina. Leer sirve para tener ganas de luchar porque aprendemos que quienes vivieron antes que nosotros en un mundo cochambroso –no menos cochambroso ni deshumanizado que el presente– pudieron dejarlo atrás y superarse luchando. Leer sirve para saber lo que ya se logró en el pasado, con el fin de progresar y no seguir intentando obtenerlo estérilmente en el presente, ni mucho menos perderlo. Leer sirve para espantar al anticristo del poder despótico y desenfrenado. Leer sirve para salvarte la vida cuando todo lo demás naufraga. Y, en el peor de los casos, si nada de lo anterior se cumple, leer puede servirnos para ser atracadores dignos -con la debida formación, naturalmente.

Amor por las barricadas, 03.05.06

Mientras los escaparates siguen mostrando las novedades más recalcitrantes –y en ocasiones escalofriantes– del panorama editorial, mientras Danielito Marrón se infla los bolsillos no sólo con sus libros sino también con sus montajes –que si le acusan de plagio, que si le absuelven, que si ahora sale un ruso diciendo que él le dio la idea del infumable Código, que si el juez escribe supuestamente en clave la sentencia absolutoria, que si la Iglesia se descuelga clamando que se prohíba la exhibición del impío engendro de marras, y lo que todavía nos queda por sufrir–, mientras aguardamos el primer y sin duda inminente evento literario mono-temático –tal vez un ensayo crítico sobre las “monadas” de Leibnitz o una nueva traducción de Monon Lescaut–, hay títulos que pasan de puntillas, obras indispensables rescatadas a la acción del tiempo que florecen durante unas semanas y luego vuelven a agotarse –que es como decir agostarse– sin remedio entre la hojarasca de superficialidad que asfixia nuestras librerías.
Entre esos títulos se encuentra el delicioso, tierno, trágico, demoledor y fresquísimo Testamento de un bromista de Jules Vallès, aparecido en la pequeña editorial Periférica; una obra a caballo entre la carcajada y el espanto, una terrible mueca literaria que hoy se lee con distancia temporal y cercanía estilística –y hasta conceptual. ¿Cómo eludir la preocupación del pequeño protagonista del Testamento, que sufre al terminar sus estudios la misma angustia que cualquier estudiante de Humanidades de hoy en día?: “Sé lo que es una catacresis y una sinécdoque; sé lo que llaman un anapesto o un troqueo. ¡Asunto delicadísimo! ¿Qué estado puedo asumir? ¿Ciego, como Homero o como Edipo? ¿Conspirador, como Epaminondas? Hay que ser dos por lo menos para conspirar. ¿Dónde está el segundo? Además, incluso cuando uno conspira come, y antes de ser atrapado hay tiempo diez veces para morirse de hambre. ¡Yo sólo he aprendido a ser mendigo, criado o asesino! Me mintieron durante diez años y ahora no sé cómo ganarme el pan”.
Vallès dedica sus obras –su trilogía maestra de Vingtras: El niño, El bachiller y El insurrecto– con dolorida lucidez “a todos aquellos que, alimentados con griego y latín, han muerto de hambre”. Él mismo dominaba las lenguas muertas en una época que sólo conocía el lenguaje de la guillotina: el tiempo del latín como expresión de elitismo y cultura había pasado; los acuerdos de la diplomacia se desarrollaban en francés; Spinoza, Kepler o Copérnico llevaban doscientos años, y bastantes más, muertos por entonces.
Habitante de un mundo hostil y violento, quizá más mugriento pero no menos perverso que el del siglo XXI, el niño que perfila Vallès –y que no es otro que un penoso trasunto de sí mismo– experimenta en sus carnes el maltrato y el desprecio; no puede olvidarse, aparte de la relación profusa de palizas continuadas, que el joven Jules fue ingresado con 19 años por su padre en una institución mental hasta que los informes médicos y el temor al escándalo contrariaron su propósito. No es extraño, entonces, que Vallès decida adoptar una postura radical: “Todos estos recuerdos de niño empeñan mi vida de adulto. Seré un revolucionario”. Y lo fue. En plena guerra franco-prusiana se erigirá en uno de los principales cabecillas de la Comuna de París; algo que le costó la condena a muerte y el consiguiente exilio –diez años en Londres– para eludirla… por tercera vez: durante los fusilamientos de Versalles de 1871, dos hombres cayeron sucesivamente asesinados en la creencia por parte del pelotón de que se estaba ajusticiando al escritor. Todavía en 1883, cuando Vallès ya estaba de regreso en París, Maupassant le reprochará no sin condescendiente simpatía su “inmoderado amor por las barricadas”, su preocupación desmedida por el pueblo, por su carencia de pan.
Leer hoy a Jules Vallès no es sólo un ejercicio de espléndida literatura; es hallar la coherencia entre la palabra y la vida, es concienciarse, es reencontrarse con el descontento activo, con la lucha contra la injusticia; es alinearse contra los abusos de cualquiera de las categorías del poder, con la crítica cáustica de los formalismos sociales más fraudulentos y crueles. Un cóctel, tal vez, demasiado amargo para los tiempos acomodaticios que vivimos. Mucho me temo que no va a llegar a superventas. Por desgracia.

El amor está en el aire, 26.04.06

Pues sí. Recordarán ustedes aquella cancioncilla que allá por los 70 hacía estragos en la voz de John Paul Young, y que fue recuperada hace pocos años por no sé muy bien quién; probablemente fuera el mismo John Paul Young, pero menos young, claro. El aire de la primavera, en especial, parece a alguno que conozco el más propicio tiempo para las querencias del amor, aunque la iniciativa termine en calabazas… De lo que no cabe duda alguna es de que en estos días el amor se respira a raudales: no hay más que hojear nuestros periódicos para darse cuenta de ello. Buena prueba nos la aporta el diputado socialista Francisco Garrido quien, seguramente enamorado de los monos, lleva en estos días al Congreso una proposición no de ley –sólo faltaba- para instar al Gobierno a que conceda a estos animales el reconocimiento de sus “derechos humanos” (“humanos”, sic). Según expone Garrido tiernamente, la propuesta viene justificada por “la cercanía evolutiva y la vecindad genética que mantenemos con nuestros parientes, los grandes simios”. No es broma, lo juro por el perro –Sócrates dixit. De momento, Delia Padrón, presidenta en España de Amnistía Internacional, ha apuntado con acierto que antes debiera comenzarse por reconocer los derechos humanos de los humanos per se. A la vista del conflicto, me atrevo a sugerir que tal vez a algunos humanos les gustaría que se les tratara, al menos, como a simios, con lo que podríamos propiciar un intercambio de roles. Más de un humano –y una humana, por hablar con propiedad política– quedaría satisfecho con la permuta; que se lo pregunten, verbigracia, a los masacrados presos de Guantánamo, que no han vivido precisamente como Chita en su mansión de California. De España mejor no hablar; que cada uno piense para sí.
Entre tanto, Rosa Regàs, directora de la Biblioteca Nacional, también parece estar enamorada, en este caso de los tiempos republicanos. Probablemente aquejada de “dolor del regreso” –que es lo que implica, como es sabido, el término ‘nostalgia’– Regàs ha brindado públicamente en el Día del Libro por la Segunda República española –brindis, quién lo duda, de lo más apropiado para la ocasión. Carmen Calvo ha intentado echarle un capote aun desde Cantabria, pero ni por esas. Regàs se ha ratificado obstinadamente en sus amores, lo que no deja de resultar extraño ocupando como ocupa un cargo público en el seno de una Monarquía y en el contexto de una Constitución que, guste más o menos, es tal cual es y a ella nos debemos todos. Regàs ha aclarado, en todo caso, que brindaba por la Segunda República y no por la Tercera, lo que, según se lea, no sabemos muy bien si es mejor o peor… Y es que a Regàs, cuando intenta explicarse, le pasa aquello que decía Mae West de que cuando era buena era mala y cuando era mala era peor. Así le ocurrió también después de anunciar su intención de mandar la estatua de Marcelino Menéndez Pelayo al cuarto de las ratas, apostillando que no lo hacía por antipatía, pues valoraba que hubiera escrito su Historia de los heterodoxos españoles –demostrando con ello que no ha visto ni siquiera las tapas de la obra. No la toquen ya más, que así es la cosa.
Y entre amores animales y amores políticos, pues una de amores al desnudo. El fotógrafo estadounidense Spencer Tunick ha repetido la hazaña de fotografiar en España a 1.200 personas desnudas, en concreto en la playa de La Zurriola y entre los cubos del Kursaal de Moneo (en 2003 logró desvestir a casi 7.000 voluntarios en Montjuich). Parece que entre las tomas más floridas se encuentran algunas de parejas en posturas eróticas entre las rocas –qué dolor. El amor también está en Donostia. Falta hace.
Así las cosas, no hay que sorprenderse de que 3.364 cibernautas hayan elegido finalmente ‘amor’ entre 7.130 palabras como la más hermosa del castellano, después del “maratón” de opinión convocado por la Escuela de Escritores de Madrid para celebrar el Día del Libro. Oh, amor, amour, amore, Liebe, love… no podríamos vivir sin ti.

El sueño de Alejandría, 19.04.06

Nacer en Alejandría imprime una huella indeleble en el espíritu: la joya de estirpe macedónica, a caballo hoy entre el Islam y Europa, la ciudad con una historia arrasadora y arrasada por la Historia, transmite su vitalidad y su tragedia a quien la habita, incluso al que simplemente está de paso. Durrel, que le dedicó su célebre Cuarteto, ya padeció su imperial e imperioso magnetismo: “en comparación con la vida en Alejandría, mi nueva existencia carecía de todo brillo, nada sucedía en ella”. Cavafis, transeúnte nativo y silencioso de sus calles, supo despedirse de ella como nadie, enmascarado tras el dolor de Antonio abandonado por los dioses: “Como un hombre desde hace tiempo preparado,/ saluda con valor a Alejandría que se marcha./ Y no te engañes, no digas/ que fue un sueño…”.
Un sueño. Georges Schéhadé, poeta de habla francesa que en estas fechas –de estar despierto– llegaría a su centésimo aniversario, es perfecto heredero y transmisor del sueño de su Alejandría natal: toda su obra en verso es un prodigio constante de búsqueda de la más estrecha comunión entre el ensueño y lo tangible cotidiano. Parece en sus poemas latir el corazón de aquella sentencia de Los paraísos artificiales, según la cual “las cosas de la tierra existen sólo escasamente, así que la verdadera realidad reposa únicamente en los sueños”. Schéhadé actúa como un evocador del sueño verdadero en nuestra perpetua alucinación de vivientes, como un mágico mediador entre estos dos universos del espíritu tan destinados el uno para el otro como lo estaban las dos secciones del alma dividida de Platón.
Quien habita los sueños nunca muere”, escribe el poeta alejandrino, con coherencia que suena a incoherente en un ¿pragmático? licenciado en Derecho. El sueño se concibe como ética, como forma suprema, catártica, de vida, como máxima expresión del ser: “para ser nosotros mismos hemos soñado”. Será la mirada de la infancia la que con mayor limpieza se aproxime a la frágil frontera entre ambos territorios; mirada siempre presente en las primeras producciones líricas del joven Schéhadé (sus Poesías de 1938), recorridas por niños de ojos atormentados y somnolientos, como aquejados de ese estado del convaleciente en que Baudelaire encontraba la más privilegiada situación para la percepción y el conocimiento.
El amor, por descontado, es la otra ceremonia de la vida que acapara y devuelve como en un reflejo la ensoñación del poeta; un amor que, investido de una liturgia específica, deviene la más sagrada de las experiencias del hombre. Si la metáfora estética de la infancia se diluye conforme Schéhadé avanza en la escritura, la convicción de lo amoroso va cobrando intensidad para este impenitente Nadador de un solo amor (1985): “Una noche de bellas lágrimas como bandadas,/ una noche de poesía/ ante las carpas de la fuente,/ mi boca en vuestras lágrimas hasta la sal./ ¿Hasta dónde llegaremos en amor,/ vos que sois a la imagen de Dios?”. La figura amada, que escapa, por supuesto, al acto mismo de la posesión –su misma presencia es también sueño-, adquiere un aura provenzal, cortés, y al tiempo mística.
Desde una libérrima “militancia” en las filas surrealistas, encarna Schéhadé –aun de forma involuntaria y en una dimensión más elevada- aquel ideal literario que perfilaba Breton: ese acercamiento fortuito de dos términos o ideas de cuyo contacto brota “una luz particular, luz de la imagen, a la que nos mostramos infinitamente sensibles... El valor de la imagen depende de la belleza del fulgor obtenido”. La lírica schehadiana está repleta de hallazgos nacidos del encuentro entre las luces y las sombras, entre la elegía serena y la pasión, entre el sueño y la vigilia.
Alabado por sus incursiones en el género dramático, Schéhadé vio en cambio limitado su reconocimiento poético por su indefinición dentro del turbulento panorama de la lírica de habla francesa de su tiempo, secuestrada por dictatoriales vanguardias estéticas. Georges Schéhadé y Saint-John Perse están entre los pocos que se mantuvieron, con una poética personalísima, al margen del totalitarismo surrealista que, aún muchos años más tarde, seguiría alentando en autores como Michaux o Char. Schéhadé acabará por consagrarse en 1951 con el volumen Las Poesías, editado por Gallimard. La muerte le sorprendió en París, ya en los 80, lejos de la ciudad de cuya mitología fue minucioso artesano; aunque Schéhadé ya llevaba tiempo preparado: “Y tú entre las hojas de esta llanura/ hay tanto adiós delante de tu rostro”.

Lecturas transversales, 12.04.06

Acaba de celebrarse en Cáceres el I Congreso Nacional de Lectura, y paralelamente en Madrid, en la casa de América, se ha organizado una Conferencia Europea –en el marco del programa Cultura 2000, que más que marco parece cajón de sastre, porque ahí cabe de todo– para tratar de fomentar “una Europa lectora, más libre y cívica”. En ambos foros –palabreja que ahora está de moda, sobre todo en el ámbito político– se ha llegado a la conclusión de que es necesario que los españoles leamos más. Así las cosas, a ver si, para empezar, nuestros “diputados y diputadas” se aplican el cuento –o la novela o el ensayo o lo que haga falta. En la clausura de la Conferencia Europea, Carmen Calvo se ha mostrado muy contenta –lo cual no es de extrañar, por otra parte, dado que acaba de salvar la pelleja en el reciente corte de cabezas Zapatero consule, cuando la lógica señalaba su cuello como uno de los más apetecibles– y ha apostado, con palabras dignas de Proust, por “la necesidad de políticas transversales, con la implicación de la iniciativa pública y privada, y en los distintos formatos, con el propósito final de que todo confluya hacia la lectura como la gran actividad humana de reflexión”. Es evidente que Calvo ha conservado su cartera –la ministerial, y en consecuencia la otra– por la complejidad conceptual de su discurso. Y por la loa de la transversalidad, claro, que nadie duda a estas alturas que es la panacea para todos los males del siglo XXI, junto con la sostenibilidad y tres o cuatro crípticas “idades” semejantes.
De cualquier modo, no sé de qué se quejan nuestros políticos, nuestros intelectuales y nuestros editores. Porque en España se lee, y mucho. Vaya si se lee. Sólo hay que echar un vistazo a las listas de los libros más vendidos en nuestro país: no salen por menos de un kilo de papel y letras cada uno. De calidad mejor no hablar, pero de cantidad, lo que se quiera. Algunos de estos títulos, incluso, se leen con suma aplicación; conozco el caso de un afanado lector de la Historia del rey transparente que, además de dedicarle varios meses al grueso volumen, subrayaba párrafos y hacía cuidadosas anotaciones con lápiz en los márgenes, como si de un valioso códice medieval se tratara; a los tres cuartos de hora se quedaba dormido en el sofá. Con aquel épico lector, seguramente transversal, aprendí que en España leer es sufrir, que es tradición muy arraigada en nuestros lares: los libros más vendidos y más gordos son como los pesados pasos de la Semana Santa, cuya sola contemplación causa admiración y angustia a un tiempo.
Está claro, pues, que no cabe albergar dudas acerca del ímprobo esfuerzo que los españoles dedican a desembarazarse de las páginas de los libros que más compran: además de la historia del rey de marras, las múltiples entregas de Harry Potter, Los pilares de la tierra, La Hermandad de la Sábana Santa, El último catón, la cuadrilogía de mi amigo Dan Marrón e incluso el Quijote –que también ha ascendido a la lista de los más deseados y adquiridos, quién sabe si leídos, después de convertirse en marca registrada– bastarían por sí mismos para agotar el potencial de celulosa de la Amazonía al completo y enriquecer a psicólogos, oftalmólogos y fabricantes de lentes progresivas. Algo que probablemente está ocurriendo ya. ¿Quién da más?
Ahora bien, si de lo que se está hablando es del ampuloso propósito de lograr “una Europa más libre y cívica”, tal vez debiéramos empezar por otros planteamientos. Aun respetando el natural derecho de todo lector a comprar lo que mayormente le apetece, quizá sería cuestión de devolver a la literatura a su debido lugar; de que los editores se planteen si su prioridad es publicar o vender; de que el sistema educativo enfatice con honradez e inteligencia los contenidos literarios; de que el sistema político-económico admita que la formación humanística es necesaria antes que inútil; de que se recupere el aprecio por la cultura y la civilización; de que se entienda el espíritu crítico como una virtud y no como un elemento socialmente conflictivo. Ninguna de estas cuestiones es “transversal”, sino central, onfálica. Al margen de la huera palabrería desplegada en encuentros, conferencias, foros, ¿quién está dispuesto verdaderamente a asumir los riesgos de una ciudadanía crítica y formada? Mejor será que nos dejen tranquilos, no lo vayan a poner peor.

California dreamin’, 05.04.06

Tiene casi 74 años, es vegetariana, se dedica a la pintura abstracta y habita una envidiable residencia en Palm Springs, California. Vivir en California hay que ganárselo; no en vano es la tierra de las mejores nueces de Borges del mundo, el mítico lugar que ha inspirado canciones también míticas como “Hotel California” de los Eagles, “California Girls” de los Beach Boys, o “California Dreamin’” de The Mamas and the Papas. Pero a sus casi 74 años, y tras su breve pero intensa trayectoria, puede permitírselo todo. Y ahora, además, le van a dar un premio en reconocimiento a sus méritos artísticos –que mayormente, a qué negarlo, han consistido en su pertinaz rendez-vous con uno de los hombres más deseados a la par que desgañitados del celuloide.
Flipy (sic) ha sido la ilustre personalidad elegida para encabezar la delegación del Festival Internacional de Cine de Comedia de Peñíscola que, trasladada a California para su importantísima misión, hará entrega a la artista del merecido galardón. Todos los miembros de la imprescindible comitiva tienen ya billete de avión –no sabemos si en turista o en business– para desplazarse hasta la residencia estadounidense de la agraciada, que cumple precisamente los 74 en este 9 de abril. Una manera como otra cualquiera de agenciarse un viaje a California –a saber con cargo a quién, mejor ni pensarlo. Pero no. No es eso. Ellos, naturalmente, quieren estar presentes en el histórico momento. Seguro que hay tarta y velas y payasos –se me ocurre que más de uno podría ser español, y a lo peor hasta alguno de Peñíscola. Y el premio, por supuesto, que no se ha especificado si será en metálico o en especie.
La mona Chita –que en realidad es mono– protagonizó una docena de películas entre los años 30 y 40. En la actualidad, parece que es el mono más longevo del mundo, y el que más hilaridad ha causado entre los espectadores de cualquier lugar del mundo. De ahí la ingeniosa expedición hispánica. Ya lo decía Gobineau: “No venimos del mono, vamos hacia él”. Pues claro. A California si es preciso. Esperemos que la expedición de marras “no olvide ponerse flores en el pelo”.
Ya puestos a hacer el ganso –o mejor, el mono– algunos podrían fijarse en que la residencia donde habita nuestra amiga constituye todo un ejemplo de organización que bien pudieran seguir nuestros poderes públicos a la hora de construir establecimientos para jubilados de toda índole. Según la página web del invento (www.cheetathechimp.org), la residencia californiana de Chita surgió para proporcionar techo, cuidado y rehabilitación a primates sin hogar o rechazados que se hubieran dedicado, en un momento de su vida, al show-business. La mayoría de los actuales residentes están ya retirados, pero otros siguen en activo, y en todos ellos se fomenta la realización de actividades artísticas. Fijémonos en Chita que, convertido/a en el Jackson Pollock de los primates –mejor, Jackson Monock–, vende cada uno de sus cuadros por el módico precio de ¡¡125 dólares!! (así se paga sus gastos, sus vicios y sus verduras). Qué cosas.
Es loable que nuestros cómicos, a falta de otros temas más interesantes sobre los que reflexionar en este momento en nuestro país, se dediquen a rescatar de aquesta manera la memoria histórico-cinematográfica de los españolitos de la posguerra. La única pena es que, entre tanto, nadie se acuerde de las gallinas de Paco Martínez Soria, que además son españolas, y seguro que hasta homeless. Digo yo.

Maldito cigarrillo, 29.03.06

“Apaga ese maldito cigarrillo” fueron, al parecer, las prosaicas últimas palabras que Hector Hugh Munro le dedicó al mundo –y en concreto a uno de sus compañeros en el frente de la Primera Guerra Mundial– justo antes de morirse de un balazo incrustado en la cabeza, en 1916. No es de extrañar que Munro no se mostrase más efusivo o lírico al despedirse de la vida; probablemente tenía bien presente la inevitable verdad de aquella frase que él mismo había escrito años atrás: “No soporto la posteridad: le encanta tener la última palabra”.
A pesar de las inmundicias múltiples a que muchas de nuestras editoriales nos tienen acostumbrados, entregadas en cuerpo y alma a los mastuerzos de mucho peso y poca sustancia que hacen el agosto –y por desgracia el resto del año– entre las librerías y los lectores que creen que lo son (mejor no echemos un vistazo a los diez más vendidos para no deprimirnos), de vez en cuando aparecen proyectos editoriales y productos que nos hacen recuperar la fe –ya muy maltrecha, todo hay que decirlo– en la labor vocacional de la edición. Es el caso de la joven editorial Alpha Decay, que con sólo algo más de un año en circulación se ha atrevido a poner en el mercado –entre otras exquisiteces que ahora no vienen al punto- los cuentos completos de Saki, enigmático pseudónimo del genial escritor birmano-inglés Hector Hugh Munro.
Munro está en la línea de los grandes satíricos, en la riquísima veta de los maestros del humor negro anglosajón: Swift, Wilde, De Quincey… De sus particulares vivencias –una malaria casi constante, una carencia afectiva de sus padres (la madre murió grotescamente arrollada por una vaca siendo él bebé y el padre estaba en servicio militar permanente), un régimen de terror bajo la tutela de sus tías, una homosexualidad encubierta y desdeñosa, una timidez enfermiza y excluyente– se deriva casi inevitablemente un carácter implacable que cuaja en una literatura tan aguda como temible, fustigadora de los vicios y los ocios de la sociedad eduardiana. Muchos de los cuentos de Saki fueron en realidad entregas semanales publicadas en periódicos, y su carácter extraordinariamente corrosivo habla bien en favor de la ausencia de una censura efectiva en la prensa de su época. Los personajes que en su pluma llegan a convertirse en deliciosamente arquetípicos –damas estultas y avinagradas, militares insulsos y pretenciosos, políticos abominables, diplomáticos romos o ignorantes– no sólo son expuestos a la crítica más mordaz que se pueda imaginar, sino que son motivo de carcajada a través de diálogos tan hilarantes como absolutamente desquiciados. Reginald, uno de sus personajes más emblemáticos, protagonista de una larga serie de relatos, es un trasunto del propio Munro, aunque convenientemente disfrazado de ‘dandy’ y lo suficientemente despectivo y vitriólico –la sombra de Wilde planea sobre el personaje– como para reventar una fiesta, airear secretos que nunca airearía un ‘gentleman’ o sacar de sus casillas a una princesa rusa. En todo caso, en la recopilación de Alpha Decay no faltan tampoco los cuentos de corte fantástico a que Munro era tan aficionado –muestra exquisita del género–, así como la serie de Clovis y la crítico-metafórica de “animales y superanimales”.
De Saki no sabemos mucho más aparte de su tenaz entrega al ejercicio de la escritura, de su persistente negativa a medrar en el escalafón vital –incluso cuando la ocasión le fue propicia, sobre todo en el seno del ejército, donde rechazó reiteradamente varios ascensos–, de su esmerada cultura y su afición por las literaturas orientales –de donde su pseudónimo, tomado de la poesía de Omar Khayam. Hoy, a los noventa años de su desaparición, la recuperación de su obra, excepcionalmente fresca todavía, es todo un acontecimiento, en especial en estos tiempos de literatura de saldo y ocasión que acecha en cada esquina, en estas horas de triste conformismo en que un francotirador leal está mal visto y la lucidez intelectual es un pecado.

Lita Mora: el mito silente, 22.03.06

Joan Margarit, arquitecto bohemio, poeta extraordinario de la edad y el desarraigo, escribía en uno de sus ‘Cien Poemas’: “Habrás perdido tu dignidad si pierdes/ la hospitalaria luz del mito”. Una forma como otra cualquiera –pero más penetrante y sagaz, claro– de entender al ser humano como ser profundamente mitológico, o lo que es lo mismo, de asimilar la deuda de los hombres para con el tiempo y los mitos que nos han ido conformando y que aún persisten.
Esa ligazón entre la dignidad del hombre y el mito que lo explica se me antoja que respira también en los cuadros de Lita Mora, gaditana no casualmente nacida en la calle de la Libertad. Hay artistas que ofrecen en su obra posibles respuestas a las cuestiones del mundo; otros, más sabios, se sitúan en una postura no de ignorancia, sino de búsqueda. Interrogar al mito adormecido bajo el curso implacable del mundo se hace forzosamente a oscuras, y de ese tanteo surgen esquirlas de luz, que son como las respuestas plenas y a la vez enigmáticas otorgadas por la vate délfica: la verdad brilla sin modestia –sin estridencia, también– entre la hojarasca hermosa de la confusión.
Lita Mora lleva ya muchos años explorando las mitologías posmodernas, y encontrando versos veraces de pintura enterrados entre la palabrería más artera. En los últimos cuadros que le vimos, hace menos de un año, en una exposición colectiva celebrada con motivo de la conmemoración de la batalla de Trafalgar, los dioses aparecían encubierta y caprichosamente airados, y en esa ira generaban los vientos –los vientos innatos a la costa gaditana– causantes de la desgracia naval. La idea de que los dioses aparecieran de alguna manera encubiertos –como ya lo hiciera Lita Mora incluso en su reciente exposición en Grazalema en la Neilson-Chapman Gallery e igualmente en una muestra anterior, de 2001, en el Museo de Cádiz– me parece importante, por no circunstancial, sino más bien constante. Los dioses, ninfas o héroes clásicos se escoltan a menudo tras sus atributos, tras una neblina, tras una cortina de flores, tras las aguas del sur. Su presencia es innegable pero “anakalíptica”, en una herencia quizá remota de la teatral realeza bizantina que, a imitación de las divinidades, se mostraba siempre ante sus súbditos tras la protección de un velo que sustraía su visión total. En las figuras de Lita Mora, esa suerte de veladura parece aludir a su influjo sublime, a su acción sutil aunque no por ello desdeñable.
En su última exposición, en la galería Trazos Tres de Santander –visitable durante este mes de marzo–, que se ha querido llamar escuetamente “Obra reciente”, Lita Mora acentúa aún más esta sensación de encubrimiento. En un recorrido planteado a partir de veinte piezas de pequeño formato con vocación de retrato –aunque también hay tres lienzos sueltos y un díptico de grandes dimensiones–, los personajes clásicos dialogan con el espectador desde la leve encarnadura concedida por el lápiz, mientras sus elementos y tocados resplandecen mediante la superposición, el collage con papeles o el color. El lápiz, en este caso, no ningunea la importancia de los personajes –de hecho, se encuentran perfilados con trazos bien firmes–, sino que se limita a atenuar su presencia de un modo no tanto físico como conceptual. Como si el tiempo de que son depositarias las figuras adquiriera la forma de la sombra, y así su eternidad, frente a la consistencia un tanto escandalosa y banal de los objetos.
Desde la cosmogonía a veces fastuosa de 2001 hasta los dioses sigilosos de 2006 se ha producido, quizá, un incremento en la percepción de los siglos y en la reflexión sobre la dignidad intrínseca del mito, que se ha hecho más íntima y tácita. Una nueva forma de expresión; dentro del habla que es el mito, como Barthes lo quería.

Intrusa en el jardín, 08.03.06

En octubre de 1912, acomodado en el salón de té del Museo Británico, un poeta se admira con el poema manuscrito “Hermes de la Encrucijada” que le ha entregado una jovencísima escritora no sin cierta devoción. El poeta en cuestión no es mucho mayor que la escritora primeriza –sólo dos años les separan–, pero para entonces él ya lleva a cuestas una notable experiencia en materia de esgrima literaria. Y además su nombre es Ezra Pound. Él mismo estampa con su propia mano la firma de la composición, con el que desde entonces habría de ser el nombre de guerra poético de Hilda Doolittle: “H. D. Imaginista”. Así describe la escena Doolittle en sus páginas autobiográficas (no disponibles en castellano) End to torment. A memoir of Ezra Pound –de título harto elocuente, por cierto–, donde desgrana algunas de sus íntimas vivencias y desengaños con el escritor norteamericano.
El movimiento imaginista -considerado por T. S. Eliot como el punto de partida de la poesía moderna en lengua inglesa– había fijado su denominación precisamente en ese mismo año, y en 1916 aparecerá Sea Garden (Jardín junto al mar), poemario imaginista de H. D. en que se incluyeron los versos dedicados a Hermes. Los postulados del Imaginismo reposaban en la forma más que en los temas. El imaginista está a la búsqueda continua de la palabra exacta, de la concentración en la expresión; se ensalza además el empleo del verso libre, ajeno a los corsés impuestos por la métrica, y se recupera la tradición greco-latina, siendo quizá H. D. la piedra angular de semejante afección estética. Años más tarde, Hilda Doolittle (1886-1961) ha sido comparada con Spenser, con Milton o con Blake. Casi nada. Quizá por su ruptura elegante de una tradición. Doolittle recurrió a una mitología que no explicaba el mundo (ni siquiera el suyo), sino que era esencialmente inhóspita a la vez que sensualista: como la propia existencia de la poeta.
Doolittle oscila entre la gélida inocencia de este su primer poemario y la cálida experiencia de la poesía que escribe tras la Primera Guerra Mundial. La feminidad, el amor y la guerra aparecen con frecuencia de la mano, como metáfora explícita de otras batallas, lo mismo personales que en el mundo. Sus primeros poemas, con su soledad idealizada, son como un escudo contra esta catástrofe intuida; en los poemas de posguerra, en cambio, lo que se detecta es la pasión de reconstruir todo lo que se ha roto en su vida y en el curso de Europa a través del poder de la palabra. Doolittle habrá de luchar, además, como mujer que escribe en un mundo dominado por hombres, a algunos de los cuales ama, la mayoría de los cuales la traicionan. En ese tránsito artístico y biográfico pasará de la frialdad hierática y hermosa de sus primeros versos a la vivencia más profundamente “cárnica” del mito.
Ezra Pound, Richard Aldington o D. H. Lawrence pusieron nombre a algunas de las tortuosas incursiones que Doolittle realizó en el campo emocional, en la búsqueda de un hombre rendido al amor y a la belleza que nunca apareció. Pero también hubo mujeres, como Frances Gregg, e incluso una peculiar convivencia a tres bandas con su amante más duradera, Bryher (con quien mantuvo relaciones durante treinta años), y Kenneth McPherson, el marido de ésta. Fruto de sus escarceos con eros y con thanatos, Hilda Doolittle padeció el aborto, el divorcio y la infidelidad; encaró las muertes sucesivas y violentas de su padre y su hermano; vivió inmersa en el horror de dos contiendas mundiales; y acabó prestándose por propia voluntad al psicoanálisis de la mano de Sigmund Freud entre 1933 y 1934, y a electroshock con Erich Heydt en los años 40 y 50.
H. D. Una vida sembrada de búsquedas, de sueños, de palabras y un propósito: “Oh, borrar este jardín,/ olvidar, encontrar una belleza nueva/ en algún lugar terrible,/ torturado por el viento”.

Género y génera, 01.03.06

Al fin. Ya era hora de que la Real Academia Española se pronunciara con explicitud sobre el engendro. No sé ustedes, pero yo –mujer y filóloga– me fatigo enormemente cuando escucho a nuestros políticos dirigirse a nosotros a diario con el doblete “ciudadanos y ciudadanas”, “todos y todas”, etcétero y etcétera. Algunos medios de comunicación se han hecho eco de la consigna oficial y también nos cuentan lo que dicen los diputados y las diputadas, o que los parlamentarios y las parlamentarias del PSOE no han logrado llegar a un acuerdo con los parlamentarios y las parlamentarias del PP. Uff. La razón de este modismo agotador es supuestamente igualitaria –“paritaria”, si hemos de secundar de nuevo la abstrusa terminología política (será por semejanza con paritorio). Aunque puestos a igualar, no acabo de entender por qué se dice “todos y todas” y no “todas y todos”, que lo de poner por delante el masculino, aun mediando conjunción copulativa (con perdón), parece sugerir una preeminencia subterránea del macho, ¿o no?
Realmente, es difícil rastrear cuál fue el origen abominable de “la cosa”: tal vez aquel célebre “jóvenes y jóvenas”, llamado a hacer historia en los usos idiomáticos de nuestro país, o quizá el creciente auge de asesores áulicos (donde áulico no quiere decir precisamente que hayan pasado por las aulas) sobre materias inverosímiles. Es evidente que estos asesores desconocen el principio de la navaja de Ockham (aquello de no multiplicar los entes lingüísticos innecesariamente). Es evidente que estos asesores no han oído la existencia del principio délfico “conócete a ti mismo” (por fortuna, porque de saberlo ya habrían ido con escoplo y martillo a añadir “y a ti misma”). Es evidente que estos asesores no se manejan con el castellano más elemental.
Así que la RAE se lo ha tenido que explicar a un miembro (quizá miembra) de la Comisión Parlamentaria andaluza: que no, que tanto doblete es improcedente, que no hay que confundir el sexo con el género. Y es que la culpa va a ser de la Academia, que dice ahora “no confundamos sexo con género” cuando antes (con motivo de la ley de violencia “de género”) les dijo a nuestros indocumentados legisladores “no confundamos género con sexo”; a lo mejor por eso no hicieron ni caso entonces, ni creo que lo hagan ahora. Los académicos se han esforzado en explicarlo a los políticos. Les han dicho que cuando hablamos de “gatos” es como hablar de gatos y gatas, que cuando hablamos del “hombre prehistórico” es como hablar del hombre y la mujer prehistóricos, que el masculino gramatical genérico no tiene nada que ver con el machismo y sí con la economía lingüística. Pero la corrección de la lengua naufraga en aras de lo políticamente correcto: porque es obvio que la abolición del masculino genérico traerá la equiparación de derechos del varón y la mujer, la supresión de las diferencias salariales, el término del terrorismo doméstico, la implantación del respeto social hacia el sexo femenino. Que se enteren las jóvenas de que, por serlo con ‘a’, se acabaron de un plumazo sus problemas. Y por si alguien tiene dudas, ya lo ha expresado con meridiana precisión María del Mar Moreno, presidenta de la cámara parlamentaria andaluza: hay que eliminar el sexismo en la lengua “en el marco de las políticas más generales de transversalidad de género de exigencia comunitaria”. Ahora sí que nos ha quedado claro. Ya sólo nos cabe esperar que quienes nos mandan manden mejor que hablan.

Bachmann: amar y decir, 22.02.06

Víctima de la inteligencia, de la sensibilidad, de la lucidez, Ingeborg Bachmann murió –o más bien se suicidó– en 1973. Había nacido hace ahora exactamente ochenta años en Austria, y estaba llamada por ello a militar en las filas de la “enfermedad del lenguaje”, a caer en la trinchera abierta entre la necesidad de la expresión y la tentación del silencio. No puede olvidarse aquel antecedente fundamental de la Viena fin de siècle, que cuestiona la validez del lenguaje para retratar el mundo. Plantearse este dilema de cuño wittgensteiniano –hablar sin conexión con lo real o bien renunciar al uso del lenguaje– supone para todo escritor un cierto sentido de la indefensión ante la enunciación formal de las palabras. Los escritores de lengua alemana fueron especialmente sensibles a este conflicto emocional, incluso siguen siéndolo (imposible olvidar nombres más recientes atrapados en el mismo problema: la alemana Christa Wolf, la austriaca Elfriede Jelinek). Ingeborg Bachmann no constituyó precisamente una excepción. Este peculiar conflicto ya había sido expresado con material crudeza por el también austriaco Hofmannsthal en 1902 en su Carta de Lord Chandos, en especial en un párrafo que a Bachmann le gustaba citar: “las palabras abstractas, de las que sin embargo la lengua debe servirse conforme a la naturaleza para dar cualquier juicio en el día, se me deshacían en la boca como hongos podridos”.
Estudiante de Filosofía y de Filología Germana, Bachmann preparaba una tesis no sobre, sino contra el empleo del lenguaje en la metafísica de Martin Heidegger, cuando conoce en 1948 al rumano Paul Celan, otro de los grandes damnificados de las palabras, el poeta germanodependiente y suicida autor del revelador Reja de Lenguaje. Con Celan no sólo la unirían las opiniones acerca de Heidegger –Celan tuvo un par de desencuentros célebres con él– sino también la experiencia de la palabra como algo tan necesario como frustrante y un amor-pasión inextinguible, más allá de los años, la poesía, el matrimonio de Celan, los viajes de ambos, las separaciones e incluso la muerte (Celan se arrojó al Sena en 1970).
El desembarco de Bachmann en la poesía tuvo lugar en 1952, en una lectura que realizó por invitación del llamado Grupo 47, el movimiento literario alemán más influyente del periodo de posguerra. Celan también estaba allí, aunque en ese recital conoce Ingeborg Bachmann a Hans Werner Henze, que será posteriormente otro de sus grandes amores, en este caso marcado por la música. La lectura de Bachmann supuso su casi inmediata consagración; un año más tarde publica su recopilación poética El Tiempo Postergado y su literatura acapara una portada en Der Spiegel. El poemario Apelación de la Osa Mayor (1956) e incluso el libreto de ópera El Príncipe de Homburg, basado en la obra de Kleist (otro de los autores de la “cuestión lingüística”) están dedicados a Henze, aunque es cierto que Bachmann nunca deja completamente de ver o escribir a Celan, ni de recomendarlo para los más elegantes trabajos de traducción en la editorial de Klaus Piper.
En 1954, Ingeborg Bachmann se marcha a Roma, la “ciudad primigenia”, la urbs mirabilis capaz de darle toda la libertad que echa de menos, capaz de hacerle olvidar aquella ruina espiritual de Europa que ya percibiera Hermann Broch. Bachmann pasea extasiada la ciudad, día y noche. En 1958 conoce al novelista suizo Max Frisch, e inicia con él una relación destructiva; él la persigue con ahínco (“Comprendo que no quiero vivir sin ella. Roma non risponde, no logro entender que no pueda localizarla durante toda una noche, ni tampoco de día.¿No habrá recibido mis cartas? La quiero, la amo”) y ella acaba al borde del psiquiátrico tras la indigna publicación por parte de Frisch de un panfleto ominoso sobre su relación. En 1962 el vínculo termina, y tras una breve estancia en Berlín, Ingeborg recupera la calma, su vida en Roma… y el silencio. Su último poema publicado había sido “Nada de delikatessen” (No descuido la escritura/ sino a mí./ Los demás saben/ servirse de las palabras./ Yo no soy mi asistente./¿Voy a capturar un pensamiento,/ llevarlo detenido/ a una iluminada celda de frase,/ halagar ojo y oído/ con bocados de palabras/ de primera calidad,/ investigar la libido de una vocal,/ servir de medianera/ para el valor amatorio/ de nuestras consonantes?). La literatura parece abandonarla durante casi diez años. Es un periodo también de enfermedad, de sufrimiento físico. Pero a lo largo de todo este tiempo, en realidad, Bachmann está inmersa en una obra importante, una trilogía narrativa llamada Modos de Muerte, de la que finalmente sólo vería la luz Malina (1971, recuperada por Akal en 2003), una novela intensamente lírica surcada de sutiles referencias autobiográficas: hay diálogos con acotaciones musicales que recuerdan a Henze; hay un episodio bellísimo, poético y cifrado (Los misterios de la Princesa de Kagran) que remite indiscutiblemente a la hermosa relación con Celan; hay un personaje abyecto, Malina, que da cuerpo a un novelista que bien podría tener rasgos de Frisch; también está la figura del padre, la idea de la muerte, la obsesión por la perfección formal, por la precisión en el decir.
Bachmann mostró su oposición a muchas cosas: al nazismo, a la Guerra Fría, a la Guerra de Vietnam. Fue también escandalosa en unos tiempos en que la intelectualidad no se entendía posible en femenino y en que las relaciones personales no se llevaban adelante como Bachmann las llevaba. Sufrió y vivió entre el amor y las palabras. El 17 de octubre de 1973, con cuarenta y siete años, acostada y atestada de narcóticos, muere consumida por el fuego que inicia en su cama un cigarrillo y que la devora a ella y lo devora todo en su casa romana. “Llega el día en que uno ve todo negro/ se toma el desayuno con los muertos”.

Artes y parte, 15.02.06

Acaba de clausurarse la Feria de ARCO y, al margen del gentío y del ingenuo espectáculo propio de todos los años (espectáculo que cada vez lo es menos, o tal vez es que estamos ya vacunados contra todo), parece que en esta jornada se detectan cosas nuevas. Aunque en realidad yo no estoy tan convencida. Los periódicos han insistido en la incorporación a la Feria de formas artísticas alternativas, con especial relevancia del cómic o las videoinstalaciones. Sin embargo, a quienes nos hemos pateado la Feria en este año y en otros y hasta hemos comisariado algún proyecto en ella, porque nos gusta el arte contemporáneo y el menos contemporáneo también, no nos ha parecido tan específicamente masiva la afluencia de estos lenguajes supuestamente nuevos; lenguajes, por otra parte, un tanto gastados y ya con varias décadas de vida (lo que en arte es como decir centurias) sobre las espaldas, en ARCO y fuera de ARCO. Sí que es cierto que, según la tendencia del año en cuestión, se prima un poco más la fotografía o las instalaciones o los vídeos o la pintura o lo que fuere. Esto no sólo se hace, sino que además se subraya: hay que poner un cebo fácil para que pueda hablarse públicamente de la Feria, y pueda hablarse con cierta sensatez (y con intereses acotados), porque ya sabemos todos que hablar de arte contemporáneo es tarea harto compleja.
En todo caso, visitar ARCO o cualquier otra feria de arte del mundo sirve para poner el dedo en la llaga de un problema con más fondo, como es el de la auténtica entidad y consideración del arte. Es evidente que el concepto de arte, y en especial el concepto de arte occidental, ha sufrido una (r)evolución pasmosa desde sus mismos comienzos; no hay más que pensar en el camino que se ha recorrido desde Altamira hasta llegar a un envase de Sopa Campbell como objeto susceptible de ser calificado como “artístico”. Los lenguajes más contemporáneos tratan de reivindicar la cotidianeidad del arte, el hecho de que cualquier acción o elemento de nuestra vida puede adquirir el rango de arte en función de ciertas manos, de cierta firma, que le otorga semejante don. Así es como surgen las instalaciones, las composiciones digitales y electrónicas… intitulándose a veces con nombres sectarios (BioArt, New Media, hacktivismo…) para crear guetos exclusivos. Otras veces el arte es inaprensible, puesto que se supone que consiste en una manifestación personal que tiene lugar en un espacio y un tiempo determinados, con fecha de caducidad casi instantánea, con lo que hay que apresurarse a consumirlo: un caso extravagante pudo contemplarse en Minneapolis en 1994, cuando el performer Ron Athey, seropositivo por más señas, arrojó al público que presenciaba su “arte” servilletas de papel empapadas en sangre, provocando una estampida fácil de imaginar (de su último proyecto, El Abrazo de Judas, puede disfrutar en Los Angeles en este año quien se atreva, en el Walt Disney Concert Hall –sala apropiada por demás); aunque es cierto que hay otras manifestaciones también efímeras pero menos radicales, como por ejemplo los bellos montajes que realizan Christo y Jeanne Claude en escenarios naturales, que se desmantelan en el periodo de unas horas.
Se percibe, por tanto, que el arte ya no es arte sino “artes”; sin caer en el reduccionismo conservador “arte=pintura” o como mucho “arte=pintura+escultura” y sus variantes, es evidente que los nuevos soportes y propuestas se han multiplicado ad infinitum, muchas veces por fortuna, otras de modo insólito y hasta grotesco. Se entiende también que el arte ya no está tan necesariamente ligado a la idea de posesión como en épocas pretéritas (¿quién podría o querría llevarse a casa las servilletas de Ron Athey?), o que en todo caso se vincula a la protección y atesoramiento por parte de los gurús no siempre presentables del arte contemporáneo: ciertos museos, ciertas galerías, ciertos comisarios y ciertos críticos. Y se asume también que de todas estas artes hay quien se lleva su parte, desde el propio artista hasta el mediador (el comprador es muchas veces quien menos tajada saca), sin olvidar un nuevo sistema ¿cultural? infestado de perversas premisas económicas que se retroalimenta con los dólares de los escándalos generados por el “arte” y sus aledaños. En demasiadas ocasiones, el arte está dejando de ser el refugio del intelecto humano, el brillo refinado de la inteligencia, para convertirse en mera provocación y en exaltación gratuita (lo de gratuita es un decir) de la deformidad, la crueldad o el horror. El último montaje de Jordi Benito en el Museo Reina Sofía muestra en un vídeo la muerte a martillazos de una vaca, a la que posteriormente se acuchilla en el cuello, mientras el “artista” recoge la sangre en una copa, le arranca la piel y se cubre con ella. La exposición se llama El arte sucede, imagino que basándose en la célebre frase de Whistler (si levantara la cabeza caería redondo del susto). Para que luego se diga que no es excitante la programación de los museos estatales. Palabras sobran.
Así las cosas, parece que se está poniendo feo y complicado jugar a ser Peggy Guggenheim. Rosina Gómez-Baeza se ha mostrado muy contenta en este su último ARCO del elevado nivel de ventas. Más de una pieza sádica o dudosa o controvertida o inconsistente habrá salido a precios millonarios, con seguridad. Negocios que no se sabe muy bien si benefician o perjudican la esencia del arte. Bien alejado de los –es cierto– discutibles cánones de belleza y buen gusto que Kant postulaba como necesarios en el siglo XVIII, el arte contemporáneo ha emprendido una senda, cuando menos, difícil y arriesgada. Quién sabe lo que todavía nos aguarda.

El señor Óscar, 08.02.06


Ya se ha dado el pistoletazo de salida. Como todos los años por estas fechas, millones de personas con aficiones diversas se sienten unidas durante unas jornadas por un lazo –otro más– anudado allende el Atlántico. A las gorras con la visera hacia atrás, los pantalones caídos o las calabazas de Halloween se añade la áurea figura del señor Óscar como elemento de cohesión entre los pueblos del mundo.
La verdad es que hay que reconocer que la fiesta del señor Óscar –prevista en este año para el 5 de marzo– es bastante más demócrata que otras fiestas similares que celebramos en Europa. O mejor dicho: no es demócrata en absoluto, pero parece como si lo fuera. En Berlín o en Venecia o en Cannes o en cualquier otro lugar del mundo civilizado y decadente (como Henry James lo entendía), el público asiste a los festivales de cine, ve las películas y las aplaude o las silba; pero luego es el jurado quien emite un veredicto inapelable y los espectadores patean -casi siempre. De todas las películas proyectadas en estos restringidos ámbitos acaban por llegar a las salas de provincias un diez por ciento, y de ésas –a no ser que se esté muy pendiente– no hay quien recuerde los títulos seis meses más tarde, que es cuando se programan, en el mejor de los casos, en las carteleras periféricas. En la Europa vieja y moribunda se deja al populacho participar en la cosa cinematográfica, pero luego son los críticos los que tienen la última palabra y ponen de moda, por ejemplo, como hace unos tres o cuatro años, el infumable cine iraní, porque les interesa -los coletazos aún seguimos padeciéndolos. Que una cosa es lo intelectual y otra la política, aunque pretendan confundirlas y confundirnos en esa confusa confusión a todos.
El señor Óscar para estas cosas es mucho más prudente. Primero lanza las películas (bueno, lo suyo son “films”, que es otra especie), deja que se fogueen por las salas de medio mundo -ejerciendo la debida presión con sus persuasivas distribuidoras–, hace recuento de dólares recaudados y de temas de interés para la patria y luego regala a los más aventajados las estatuillas hechas a su imagen y semejanza, en una noche inolvidable con mucho lamé y mucho glamour en la que todo el orbe televisado coparticipa. No es democracia, pero sí plutocracia y, según quiénes, hasta brutocracia. No hay mucha diferencia. Y encima funciona.
Y los nombres. Los americanos saben –no como los europeos– poner nombres a sus cintas. ‘Crash’, verbigracia. He ahí un nombre que, ya por sí propio, merece un óscar. Contundencia y contenido. ¿Quién necesita castellanizar tan gráfica onomatopeya? Los europeos, en cambio, con esos títulos largos y retorcidos como sus propias películas, ¿qué pueden esperar? Pero no pensemos que el cine americano no tiene también nombres sutiles, aunque vengan de la mano de Taiwan. ¿Qué decir de ‘Brokeback Mountain’, tan intraductible como evocador? Y por cierto, ¿han probado ustedes a intentar pronunciarlo de corrido?: decimotercio trabajo de Hércules. Menos mal que el pueblo, siempre sabio, todo lo acomoda a su propia conveniencia, que aquí nadie está ‘lost in translation’: haciendo cola en unos multicines en que proyectaban la peli de marras, la señora que me precedía pidió entradas para “la de los vaqueros”. Excelente solución. Yo creo que ‘Obaba’ se ha quedado fuera de las quinielas por no presentarse con el nombre completo de la novela original de Atxaga: ‘Obabakoak’ –lo que a mí, dicho sea de paso, se me parece mucho a Brokeback; y hasta podría oler a premio.
El señor Óscar sabe bien lo que le gusta al público. Y cada año que pasa lo deja más claro que el anterior. Nada de cine de autor, sino hechos reales que a todos nos pueden ocurrir o, en su defecto, edulcoradas adaptaciones de ‘best-seller’ pseudorientales y cromoambientadas para evadirnos del cotidiano atraco al economato de la calle 49 con la 56. Y por pedir que no quede, que nos sacamos un gorila de la niebla y lo ponemos a sembrar terror y amor entre los rascacielos: a ver quién se marca un ‘King Kong’ más “mono” que nosotros, que para eso tenemos las barras y las estrellas que tenemos.
Y pensarán ustedes, después de todo esto, que tengo algo contra el señor Óscar, cuando les juro que no es cierto. Sólo es que parece que me entra nostalgia de un tiempo ya lejano, en que se podía temblar en una sala oscura pensando en si Rohmer lograría o no tocar la rodilla de Claire o levitando bajo la poesía de un cielo imposible de mercurio o descubriendo, al fin, que ‘amor omnia’ fueron las redentoras y últimas palabras de la implacable Gertrude.

La muerte de Mozart, 01.02.06

Para quienes pudieran empeñarse en no saberlo –que ya es difícil, con el “vergonzoso y escandaloso” (según Nikolaus Harnoncourt) bombardeo de imágenes, noticias y operaciones de marketing en torno a la figura del leve músico de Salzburgo–, Mozart nace en 1756 y muere en 1791. En caso de apuro, lo aclaran, además, el Espasa y Wikipedia. Sin embargo, he detectado en estos días en que se celebra el doscientos cincuenta aniversario del nacimiento de Mozart una cierta tendencia, por parte de algunos medios de comunicación, en atribuir, con tanta insistencia como ignorancia, la conmemoración universal de marras a la muerte del compositor. Resulta, entonces, que medio mundo –eso sí, debidamente ataviado con peluca: incluso Google– se encuentra confusamente inmerso en la celebración de no se sabe muy bien qué (menos mal que de esto Harnoncourt no se ha enterado).
Así las cosas, dan más ganas de hablar de la muerte de Mozart que de su nacimiento; materia, desde luego, no falta, porque el catálogo de despropósitos sobre el fallecimiento del músico genial es más largo, sin duda, que su propia vida. El dislate se corona cuando el cine norteamericano –propagador de múltiples mitos de cartón contemporáneos– da pábulo a la versión más increíble del óbito de Mozart, según la cual un no despreciable músico coetáneo, Antonio Salieri, habría asesinado al de Salzburgo. Milos Forman, pues, inmortalizó la imagen de un Mozart bastante impresentable que acababa envenenado por Salieri y enterrado como un perro, y hasta le dieron ocho óscar por la hazaña. En todo caso, Hollywood es bastante experto en matar a la gente de modos inverosímiles y oscarizar después a sus ejecutores, como hace no mucho ocurrió también con Commodo, el emperador romano que murió grotescamente en la arena de un circo a manos de Ridley Scott, en lugar de envenenado y estrangulado como realmente murió, y como morían además todos los emperadores romanos de bien.
La verdad es que la versión del envenenamiento mozartiano tiene casi dos siglos de vida, si se atiende al supuesto testimonio vertido por dos enfermeras de Salieri, que declararon que el músico de Legnago, loco y a punto de morir, había confesado su supuesta implicación en la muerte de Mozart. Más tarde, Alexandr Pushkin, en su breve diálogo ‘Mozart y Salieri’ (1830), sacó jugo a la leyenda con el propósito de escribir un tratadito sobre la envidia, para lo que no dudó en llenar de oprobio al bueno de Antonio Salieri por los siglos de los siglos. A éste le siguió Rimsky-Korsakov con una ópera ‘ad-hoc’, y luego llegó Forman, forman-do el batiburrillo delirante que es ‘Amadeus’.
Los Poirot aficionados que han renunciado a la autoría siniestra de Salieri no han cejado, en cambio, a la hora de buscar otros culpables. Recientemente, una peculiar historiadora italiana, Gabriella Bianco, ha publicado un novelón de amores (‘Wolfgang y Magdalena’) en el que explica que a Mozart lo asesinó Franz Hofdemel, marido de una alumna del músico, con el que éste además estaba fuertemente endeudado. También se ha achacado a Franz Xaver Suessmayr, discípulo de Mozart que concluyó forzosamente el ‘Réquiem’, que fuera amante de Constanza y envenenador del genio. Tampoco ha faltado quien le ha endilgado el sambenito a una secta masónica, que supuestamente habría asesinado a Mozart por revelar secretos rituales de la masonería en ‘La Flauta Mágica’. Por último, una hipótesis aún más absurda indica que el mismísimo emperador Leopoldo II habría ordenado la muerte de Mozart por temor a que éste desestabilizara el Imperio Austro-Húngaro, dado el predicamento de que gozaba su música entre las masas.
Entre los que no se han creído la historia de la muerte violenta tampoco ha cundido el desaliento a la hora de buscar explicaciones. Quienes se dedican a ponerle apellido numérico a las cosas más insospechadas han contabilizado cerca de ciento cincuenta teorías médicas distintas sobre el fallecimiento del vienés. Para unos, Mozart murió por una infección renal; para otros, fue la triquinosis la causa definitiva: unas chuletas de cerdo contaminadas acabaron prosaicamente con el autor del delicioso ‘Quinteto para Clarinete, Koechel 622’; un tratamiento agresivo contra la sífilis pudo ser, según algunos, la causa del terrible fin, dominado por la fiebre, la hinchazón corporal, los vómitos y las erupciones cutáneas. Últimamente, la teoría más difundida, procedente una vez más de Estados Unidos, es la de la muerte por fiebres reumáticas; aunque quizá la más sensata sea la del médico español Martínez Palomo, quien indica que la extracción de varios litros de sangre y la aplicación de eméticos y purgantes durante varios días no admitían un final alternativo.
Inevitablemente una leyenda, por sórdida que sea, sólo se genera a la sombra de lo enorme. El pequeño Wolfgang Amadeus Mozart, de apenas metro y medio de estatura, con treinta y cinco años de edad, alumbró una música que, seguramente junto a la de Bach, sea la más grande de todos los tiempos. Enigma mayor aún que el de su muerte.

Mentira y compromiso, 25.01.06

Parece que el encuentro en Oviedo de Günter Grass y Claudio Magris, dos de nuestros Premios Príncipe de Asturias de las Letras más brillantes, a la par que intelectuales de talla y honestidad sobradas, está dando frutos más que interesantes. A la habitual, y esperable, reflexión sobre el lenguaje han sabido imprimir un giro magistral del que sólo pueden ser capaces dos “monstruos” (sensu etimologico) de su categoría: el hecho irrefutable de la palabra falsa y de sus consecuencias. “La verdad está malherida”, han declarado. Asunto realmente grave, en verdad. Lo que ocurre es que, como el titular de marras aparece en las páginas de Cultura de los diarios, las tres cuartas partes de los españoles (al menos, seis millones de ellos enfrascados en Pasión de Gavilanes, según las estadísticas) no se enterarán, y la parte restante creerá tal vez que se trata de retórica puramente literaria para pasar el rato. O no: que, claro está, de todo hay.
El caso es que Grass y Magris han puesto de manifiesto la escandalosa manipulación –la sarta de mentiras, o sea– que se está promoviendo desde determinados gobiernos, en torno a temas tan candentes como conflictivos (léase Iraq, Bophal, Afganistán, Palestina…) con la aquiescencia vergonzosa de ciertos medios de comunicación. Los demás participantes en el encuentro ovetense –Iván Nagel, Ángeles Espinosa (El País), Massimo Nava (Corriere della Sera) entre otros muchos periodistas invitados– ratificaron la misma penosa conclusión a la revolucionaria pregunta propuesta por Magris: “¿Es posible decir las cosas como son?”. Hace bastantes años, Hannah Arendt (tomando como referencia a Platón, supongo) escribió que la política es el lugar privilegiado de la mentira; y aunque en aquellos tiempos el peso descomunal de los medios de comunicación todavía no había adquirido la dimensión actual, supo la enorme ensayista alemana entrever una paradoja terrible: que “hoy se miente a los ciudadanos allí donde, en principio, pueden saberlo todo”, que existe una “conspiración a plena luz” auspiciada por la ¿sobreinformación?
La cuestión planteada por Magris no es, desde luego, inocente, aunque a primera vista pudiera parecerlo hasta la ingenuidad. No se trata de que se pueda decir o no la verdad, de que se quiera mentir. Se trata de algo mucho más intenso, más profundo, más inteligente: ¿estamos preparados para que nos digan las cosas tal como son? Hay una obrita de un norteamericano, James Morrow, que se llama Ciudad de Verdad (por desgracia, no disponible en castellano, que yo sepa). En el texto de Morrow se plantea perversamente la misma cuestión mediante una ciudad en la que todos sus habitantes tienen la obligación de decir la verdad: el campamento de verano de los niños se llama “Ahí os quedáis, chavales”, las etiquetas de los productos evidencian sus defectos, las fórmulas de cortesía son del tipo “Suyo hasta cierto punto”. Pueden imaginarse que la cosa acaba como el rosario de la aurora: para los habitantes de la ciudad, decir la verdad continuamente llega a convertirse en un martirio y, por supuesto, en un germen de violencia.
En su ensayo Sobre un supuesto derecho a mentir por humanidad, Kant acaba por negar rotundamente la posibilidad de la mentira, humanitaria ni de ningún otro género (no olvidemos que Kant era partidario de aquello del Imperativo Categórico). El argumento de Kant se me antoja irrefutable y bello: mentir es faltar a la esencia más profunda de la palabra, a la promesa de verdad que cada palabra que nace conceptualmente implica. Mentir, entonces, es hablar sin palabras dignas, es obrar mezquinamente al margen de la lengua. ¿Quién lo dudaría? Sin embargo, Benjamin Constant le refutó, afirmando que “la mentira es necesaria para que el vínculo social no se destruya”: vamos, lo de la Ciudad de la Verdad. Menudo espanto. Y menudo paraguas, también, para aquellos que piensan que sus acciones (desde las más cotidianas a las más abyectas) pueden justificarse a cualquier precio con una mentira oportuna.
Por lo que parece, Günter Grass y Claudio Magris, junto a otros muchos, han confirmado su militancia en la senda de los intelectuales comprometidos. Últimamente nos han llamado la atención, por citar sólo a algunos, Harold Pinter (cuyo discurso fue muy mal acogido en el entorno Nobel), Amos Oz (a quien el gobierno turco quiere echar el guante) o Noam Chomsky (cuyas teorías no son del gusto del gobierno de Estados Unidos). La especie de los escritores parlanchines y comprometidos, a qué negarlo, no está precisamente de moda. Deberían hablar menos y escribir más, sobre todo de paisajes, de pájaros, de amaneceres. Y en cuanto al resto… pues atiborrémonos de falsedades: mintamos piadosamente a nuestras parejas, a nuestros hijos y padres, lleguemos más lejos si nos dejan, matemos por el bien de los demás. ¿Acaso alguien necesita la verdad?

Poetas contra natura, 18.01.06

Hace muy poco tiempo que el escritor Álvaro Pombo nos ha obsequiado con otra entrega novelística de las suyas, en este caso llamada Contra natura, en la que aborda un tema no demasiado novedoso, lo mismo en su propia obra literaria que en el seno de la sociedad española: me refiero, obviamente, a la homosexualidad. A mí, que soy morbosa en días alternos, lo de la homosexualidad no se me antoja sustancioso en cuanto objeto de deseo (literario, entiéndanme). Para que el tema funcione, tienes que llevarte a los gays a un entorno insospechado –un roquedo americano, verbigracia– y ponerles como poco un sombrero de ‘cowboy’, que es lo que ha hecho últimamente Ang Lee para que aquello nos sorprenda. La anacrónica expresión contra natura empleada para referirse dramáticamente a “la cosa” parece sugerir un contexto foucaltiano de castigo y vigilancia que, quién puede dudarlo a estas alturas, ya ni es tal ni tampoco nos motiva.
Pero me he enredado yo con la natura y sus contras cuando realmente estaba pensando en hablarles de otro asunto pómbico. Y es que, con motivo de un ciclo de conferencias muy recientemente organizado en la Fundación Juan March, Álvaro Pombo, seguramente al calor de su última publicación, fue invitado a inaugurarlo. Y miren ustedes por dónde que al autor santanderino, en lugar de exponernos en semejante ocasión los entresijos de su literario cocido montañés, le ha dado por despotricar contra los poetas. Según dice don Álvaro, los poetas somos “mala gente”, “chinches” e “inmorales”: o sea, contra natura. Mientras escribo esto, entonces, me doy cuenta de dos cosas: que la última novela de Pombo es en realidad una de poetas –poetas contra natura- y que, en consecuencia, todos los poetas somos homosexuales. De lo mío ahora me entero. Menudo lío.
Para acabar de confundir los términos, Pombo afirma que, en cambio, “hay algo de moral en el narrador” (no ha especificado cuánto). Lo que no deja de recordarme unas divertidas declaraciones de Caballero Bonald –seguramente más poeta que novelista– en que indicaba que todos los premios de novela están amañados, en tanto los de poesía no. A ver si se me ponen de acuerdo; ¿lo resolverá don Álvaro llamando inmoral a Caballero?, ¿o es que en ese “algo de moral” lo de los premios no cuenta? Cada vez entiendo menos. Y para colmo, nos acusa Pombo de “palabrones” (con perdón) y de haber sido expulsados por Platón de su estado ideal… En fin, que no cunda el pánico, conservemos la calma: pensándolo bien, no recuerdo que a Platón le importara un figo (Berceo dixit) el gremio de los novelistas.
Pero no acaba aquí el gazapatón. El bueno (“en el buen sentido de la palabra, bueno”) de don Álvaro pone la guinda al pastel diciendo que los poetas ¡¡vestimos mal!!, porque ya sabemos que estamos en mal lugar. Según Pombo, además, vestimos “con nostalgia boliviana”; sale aquí a relucir, imagino, el ya imprescindible, celebérrimo e internacional jersey de Evo Morales. Sufro un ataque de ansiedad y me precipito hacia el armario: dos Loewe, varios Escada (¿pasarían la prueba de Algodones Pombo?), pero no, no hay rastro de rayas cocaleras en mi vestuario. Respiro y, sin embargo, me invade la tristeza: aunque quisiera, nunca podría usar –por mi contranaturopatología– verde corbata de Carolina Herrera (alabo el gusto de la bella Carolina para la ocasión Juan March), ni mucho menos –por mi homosexo– gastar la digna barba stendhaliana de don Álvaro. Limitaciones propias de la poesía española. ¿O tal vez es que Pombo siente como suyo aquello que escribió una poeta (por cierto, una poeta) de Almería: “perfumada de Armani (o con corbata de C.H.)/ la nada es altamente soportable”?
Dice el magno novelista que quiere “vengarse” de los poetas de España. A saber por qué. Él mismo quería ser uno de ellos cuando publicaba cosas como Protocolos (1973), Variaciones (1977), Hacia una constitución poética del año en curso (1980) y Protocolos para la rehabilitación del firmamento (1992). Incluso todo esto se “remasterizó” en 2003, en el volumen Protocolos. 1973-2003 aparecido en la editorial Lumen. La novela Los delitos insignificantes –otra de homosexuales encubiertos– terminaba con uno de los versos esenciales del citado poemario Hacia una constitución poética…
En todo caso, no parece que haya que enfadarse demasiado. Álvaro Pombo siempre nos regaña a todos, por supuesto por nuestro propio bien: regañó al Ayuntamiento de Santander dos años ha por ofrecerle una medalla no de oro, sino de plata; regañó por Navidad a los homosexuales por ridículos e indignos de su esencia; regaña ahora a los poetas por malvados, cutres e inmorales. Ojalá permanezca Álvaro Pombo mucho tiempo entre nosotros, para seguir fustigando con su elevado instinto los más graves males que afligen a la España contemporánea.

El escritor oculto, 11.01.06

Acabamos de salir del año Don Qvixote y se nos echan encima el centenario tercero del nacimiento de Amadeus y el cuarto de Rembrandt. No está del todo mal, si pensamos que la “genialidad”, la que proviene de su étimo latino genius, está emparentada con el acto de engendrar, y así con la luz que en cierto modo alumbra la creación más exigente, más eterna, aquélla que permanece por encima de las modas y que es capaz de sobrevivir incluso al efecto demoledor del marketing. Bebamos y celebremos, pues, la mitificación del genius. De genios nos han hablado muy últimamente Harold Bloom –éste de los suyos, los genios anglosajones, ut semper– o el delicioso Giorgio Agamben en Profanaciones. Pero hay genios de los que no se habla, o se habla poco, y que también nos cumplen años; estoy pensando en Robert Walser, el autor suizo de quien en este año debiera conmemorarse con justicia el quincuagésimo centenario de su muerte.
Robert Walser, como es sabido, murió en la nieve, después de uno de sus paseos habituales por los alrededores del nosocomio de Herisau, donde pasaba voluntariamente sus “últimos días” desde treinta años atrás. La tan difundida como horrenda, casi cinematográfica fotografía del cuerpo yerto de Walser en mitad de la blancura, recuerda un poco aquel final de Los muertos de Joyce, aquellas palabras magistrales entonadas en pro de la nieve que cubre a todos los vivos y a todos los muertos.
Walser estaba aquejado, como escritor, del mal de la desaparición, del deseo de ser nada. Uno de sus poemas lo expone con meridiana claridad: "No quiero que nadie sea yo mismo./ Sólo yo soy capaz de soportarme./ Para saber tanto, para observar tanto/ y para decir nada: nada acerca de nada". Vila-Matas en Bartleby y compañía vio a Walser sujeto al síndrome genial –también genial– de Melville, ese “preferiría no hacerlo” con el que muy pocos se atreven a ser consecuentes hasta el fin. El escritor suizo admirado por Kafka, por Musil, por Walter Benjamin, se ganó de labios de Elías Canetti –otro de los grandes rendidos a su fascinación– el atinado calificativo de “escritor oculto”. No es extraño entonces que los libros de Walser estén transidos de ese escribir sin apenas hacerlo, de esa sutil ironía aparentemente respetuosa y cuajada de humildad que, sin embargo, dice palabras como granadas sin llegar a pronunciarlas.
Archivero, oficinista, botones, asistente, mayordomo de librea… Walser desempeñó mil oficios de tercera antes de profesar abiertamente su dedicación literaria, que evidentemente “prefería no declarar”. Autor de brillantes textos breves, paradigma de la no-novela con obras imprescindibles como Jacob von Gunten (también conocida como Instituto Benjamenta), Los Hermanos Tanner o El Ayudante, su flujo creador se detiene aparentemente cuando consiente ingresar, en 1928 y por instancias de su hermana (no por su propia iniciativa, como se ha dicho repetidamente), en el asilo-frenopático de Waldau. Seis años más tarde es transferido a Herisau, donde sí quiso permanecer por propia elección; allí afirmará que no escribe porque “en los manicomios se está para estar loco, no para escribir”. Y sin embargo sabemos que no es cierto, que sus compañeros en la institución le veían rellenar cuartillas y más cuartillas con aquella letra minúscula, plagada de abreviaturas y prácticamente ilegible como la que, finalmente, después de muchos años, ha logrado descifrarse por completo y cristalizar en Microgramas, la última publicación de Siruela que recoge pensamientos, casi máximas, de Walser de los años previos a su reclusión: los años de relativa locura, de fuertes depresiones impregnadas de dolorosa lucidez, de intentos de suicidio frustrados por “no valer siquiera para estrechar un nudo corredizo”. Microgramas se titula también Escrito a lápiz, porque Walser se encontraba más cómodo con el grafito –más blando, más leve– que con la pluma, y era su instrumento creador por excelencia: en realidad, otra forma material de enmascararse, de propiciar la desaparición de sus palabras.
Curiosamente, Walser aspiraba por estética a ser un “hombre cero”, un triste ciudadano de uniforme, pero la irónica mirada de los dioses clásicos le convirtió en un hombre excepcional. Su vida surreal, su literatura extraordinaria, sus libros subversivos, su muerte literaria, le han situado en la distancia de los nombres difícilmente alcanzables. Su mundo particularísimo ha sido objeto de atención de los también geniales hermanos Quay –los cineastas gemelos, creativamente siameses, tan próximos al mordaz Peter Greenaway–, que llevaron a la pantalla en 1995 la rebeldía del Instituto Benjamenta en una traducción visual tan excelente como, por desgracia, difícil de conseguir en España.
Robert Walser, el escritor oculto, el hombre de la nieve, tal vez hiciera un último gesto antes de terminar en la blancura; tal vez palpara su abrigo, tal vez buscara en sus bolsillos un objeto antes de acabar por siempre. Tal vez encontrara y aferrara entre la tela helada el lápiz que, como el débil haz de una linterna, iluminó toda su vida con palabras voraces y secretas.

Música y élites, 04.01.06

Hace escasamente tres semanas tuvo lugar en el Auditorio Nacional, y dentro del marco del ya tradicional Concierto de Navidad de Siemens España, una presentación que en Andalucía, y más en particular en Cádiz, pasó paradójicamente bastante inadvertida. Me refiero al estreno de la bella y última composición de José María Sánchez-Verdú: Kitab-al alwan o Libro de los colores, obra de cuatro movimientos para orquesta. Gaditano nacido en Algeciras, Sánchez-Verdú encarna sin duda a sus treinta y siete años uno de los valores más sólidos en la composición musical española contemporánea.
El Libro de los Colores, amén de declarado homenaje al poder catártico de las artes plásticas, constituye en sí misma un canto al derecho a la diferencia -casi antiglobalización–, un canto enamorado a los contrastes entre el norte y el sur. Esa misma fascinación, intuyo, es la que aflorará en la ópera El viaje a Simorgh, experiencia creadora compartida con Juan Goytisolo y que verá la luz en el Teatro Real en 2007.
Nacido por encargo del Parlamento de Andalucía en recuerdo a las víctimas del atentado del 11 de marzo, Kitab-al alwan supone una superación de su propio propósito inicial: lo que Sánchez-Verdú intenta pergeñar es un encuentro entre culturas que fructifique en el conocimiento, el arte y la convivencia, únicas armas posibles contra la ignorancia, el integrismo y la muerte. Mediante la conciencia de la obra de Paul Klee y de Pablo Palazuelo, entreverada con otras visiones artísticas –como los espacios abiertos y discontinuos de Eisenmann– y con un fuerte componente sinestésico en que lo cromático se enlaza con lo visual, lo auditivo y lo sensorial en cualquiera de sus manifestaciones, Sánchez-Verdú traza una metáfora de la salvación mediante el arte: a la muerte y su exceso irracional puede escaparse a través de un deslumbramiento creador o por la creación. El arte, en Sánchez-Verdú, supone un despertar intelectual hiperestésico que tiene mucho que ver con la “iluminación” en su sentido más extenso; no olvidemos que Pablo de Tarso alteró su destino camino de Damasco por un brillo cegador, o que Paul Klee –por ceñirnos más al ámbito– cayó rendido para siempre ante la inolvidable luz de Tánger. No obstante, en el compositor algecireño está también presente el “otro lado” de la luz, ése que Tanizaki supo describir tan bellamente en su Elogio de la Sombra: “Negro”, tercer movimiento de Kitab-al alwan, perfila a la perfección este contrario, la callada elocuencia de la oscuridad. En su conjunto, el Libro de los Colores supone una música de una delicadeza extrema en contenido y concepto, una música que, con pulso firme, desarrolla una escritura de una belleza implacable.
Precisamente con motivo del mencionado concierto de estreno en Madrid, Sánchez-Verdú fue invitado a un programa de Radio Clásica –“La noche cromática”– en que, además de la obra del compositor de Algeciras, se puso sobre la mesa una reciente polémica que éste ha mantenido con Félix de Azúa a través de las páginas del diario ‘El País’. La intervención radiofónica de Verdú fue bastante pesimista en lo referente al nivel cultural medio –específicamente musical– de la intelectualidad española actual, con explícita mención a la filosofía y la literatura. Algo en lo que ya había incidido previamente en su artículo de respuesta a Azúa, “Cultura de supermercado”, donde fustiga los gustos de la masa y defiende una idea de élite que resulta, tal vez, un tanto anacrónica. Es evidente que los tiempos que corren no dan para perspectivas halagüeñas (la proliferación de torrentes, triunfillos y planetarios no permite un diagnóstico esperanzado), pero la reflexión al respecto no debería quedarse meramente en proponer la reclusión en una torre de marfil. Por otra parte, creo que las consideraciones vertidas por Azúa en su texto “Sólo quiero lo mejor para ti” tenían –o pretendían tener– un alcance mayor que el de la escueta defensa de los gustos de la mayoría –defensa que, por añadidura, pienso que Azúa no practica en sus palabras. La mención que el ensayista catalán realiza de la impopularidad de Schoenberg, basándose en la magna obra de Richard Taruskin, en ningún momento destila menosprecio hacia el compositor austriaco. Pero además, Azúa en todo momento recalca el empleo del “ejemplo Schoenberg” como estricta metáfora, metáfora que quiere ser un paralelo de la idéntica impopularidad del Estatuto Catalán. A Azúa se le puede acusar, tal vez, de traer el rábano por las hojas (a saber qué pensaría Schoenberg hoy del estatuto de marras), pero la defensa apasionada e incluso belicosa que practica del dodecafonista el paladín Sánchez-Verdú queda fuera de lugar.
Lo que está claro es que el debate Azúa-Verdú pone el dedo en la llaga sobre un tema de importancia fundamental, que no debería quedar tal vez relegado a la discusión en los periódicos (aunque tampoco es ésta mala plataforma): me refiero a la reflexión sobre la urgente necesidad de concebir la cultura con nuevos planteamientos, dada su creciente repercusión en lo personal, pero también en lo social e incluso en lo económico. Entre tanto, seguiremos a la espera, a ver qué pasa.

"Inocentest", 28.12.05

Hoy es el día de los Inocentes. Hoy es el día en que debemos creernos lo increíble. Hoy yo les aseguro que el milagro de los panes y los peces que enarbolo cada miércoles (no el de las paces y los penes, con perdón, que me decía en una ocasión el llorado maestro Pepe Hierro) va a hacerse realidad. Hoy adquiere más sentido que nunca aquella frase del amigo San Anselmo: creo para entender (o ni para entender siquiera, añado yo). Vamos, que parece que hoy nos tenemos que tragar lo que nos echen.
Para algunos el día de los inocentes ya se adelantó en una semana. Que se lo pregunten si no al flamante presidente electo de Bolivia, Evo Morales, que recibió la supuesta llamada de José Luis Rodríguez Zapatero para felicitarle por su cargo y tomarle el pelo a base de bien –aunque el boliviano sólo se mostró inocente a medias, pues en los comentarios más sangrantes no le entraba al trapo al impostor. Tal vez, de haber esperado al 28, la “broma” (de inocentes es llamarla así, sin duda, pero estamos en el día, les recuerdo) hubiera cuajado no con más éxito pero sí, quizás, con menos consecuencias: no deben alterarse las fiestas de guardar si se quiere tener las espaldas bien cubiertas.
Y si esto pasa allende los mares, qué decir de lo que ocurre en el ámbito de nuestra propia casa, y por más extensión, la Real, que nos felicita con una gráfica inocentada primeriza: inocentes desde luego han sido los que hayan dado por buena la estampa festivo-navideña de nuestro monarca sin piernas, por no hablar de la ausencia de brazos en la tierna criatura Victoria Federica, que es mutilación sin duda más penosa por precoz. Según se ha dicho, no había tiempo para tomar una fotografía “real”, y se optó por una cirugía de alto riesgo a domicilio. La Casa Real debería contar con “apañadores” gráficos más duchos en el manejo del programa Photoshop; quizá el próximo año nos lo pongan más difícil y haya que descubrir a quién pertenecen las piernas suplantadas de, por ejemplo, doña Letizia. En todo caso, patrimonio de nuestra inocencia debe ser no sólo la credulidad, sino también la complicidad con quienes, por supuesto amablemente, nos embroman.
También dentro de nuestro propio corral se cuecen otras inocentadas, al calor de la lumbre navideña, que todo lo endulza y acomoda. En este caso, de lo que se trata es de que nos creamos que la alteración de los Estatutos de la Real Academia Española para perpetuar a Víctor García de la Concha en su trono, digo sillón presidencial, obedece a causas estrictamente laborales. O sea, que los proyectos acometidos en los últimos tiempos son de tan gran envergadura y tan sin precedentes, que parece preciso saltarse el reglamento a la torera, sobre todo en cuestiones de mandatos, y otorgar imperium perpetuum al asturiano a quien tanto prestó Salamanca. Va ya para nueve años. Así que la Academia fija, vaya que si fija; limpiar y dar esplendor serán posiblemente los pasos subsiguientes en tan prolongado dominio. El interfecto ha declinado la realización de comentarios al respecto de la modificación estatutaria, que en estas materias más vale callar y actuar. A nosotros sólo nos incumbe creer.
Y prosigo. Leo el último informe acerca de los hábitos cinéfilos de los “his-pánicos”, que pánico causan ciertamente: tres millones y medio de españoles han hecho cola en este año para apreciar la máxima entre las máximas delicatessen con denominación de origen made in Spain; me refiero a la tercera –impensable, pero cierto– entrega de Torrente, el llamado “brazo tonto de la ley”. Aunque puestos a mirar, de tonto ni un pelo, que los ingresos generados se elevan a diecisiete millones y medio de euros… Quousque tandem, Segura, abutere patientia nostra? Y hasta habrá inocentes que piensen que debemos acudir al cine a consumir estos productos españoles, que así levantamos el país. Así visto, no les faltaría razón.
Con todo esto, más lo que probablemente nos aguarda en el día de hoy, hemos superado el “inocentest” con creces. Y es que en España somos buena gente. Por supuesto. A las pruebas me remito.